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Historia

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La España del Cid, una sociedad de frontera

El límite cristiano-andalusí de los siglos XI y XII no era, pese a lo que se tiende a pensar, un yermo despoblado, sino un territorio dinámico y en constante movimiento de gentes, influjos e ideas

Fresco de San Baudelio de Berlanga
Fresco de San Baudelio de BerlangaRCRc

El Cid Campeador (ca. 1048-1099) es quizá uno de los personajes históricos que más páginas de opinión ha llenado. Siempre a caballo entre la leyenda –con el tiempo, se impuso hasta la creencia de que ganó batallas incluso después de muerto–, la épica y hasta el patriotismo de mayor o menor calado. Con independencia de ese campo imaginario que nos legó su figura a través del «Cantar de mio Cid «o la «Historia Roderici», el Campeador («campidoctor», que es así como firmaba) fue un personaje de frontera, alguien que se movió de un lado a otro entre los territorios ocupados por cristianos y musulmanes en las últimas décadas del siglo XI. Como él, hubo en aquellos años otros ejemplos de gentes transfronterizas, como los diplomáticos Sisnando Davídiz y Paterno de Tortosa –ambos cruzaron en varias ocasiones y en distintos bandos con el Cid–, o la princesa Zaida, nuera del rey de la taifa de Sevilla que se convirtió en esposa del rey castellano-leonés Alfonso VI y en madre del heredero al trono, Sancho, muerto precozmente en la batalla de Uclés (1108). En aquellos tiempos, las cosas habían cambiado. Desde la ofensiva de Alfonso VI hacia la taifa de Toledo en las últimas décadas del siglo XI, se rompió un equilibrio ya de por sí bastante precario que, durante un tiempo más breve de lo esperado, habían mantenido los reinos cristianos con los soberanos de los atomizados Estados resultantes de la caída del califato. Al poco, con la llegada de los almorávides al auxilio de unas taifas amenazadas y sobrecargadas con impuestos muchas veces pagados al rival cristiano, el panorama habría de complicarse aún más.

La frontera cristiano-andalusí en la transición de los siglos XI y XII no era un límite estático, sino muchos en constante movimiento. Desde luego, tampoco era, como creía la historiografía hasta hace unas pocas décadas, un yermo despoblado, sino más bien un lugar en el que habitaba mucha gente cuya razón de ser no era otra que procurar su subsistencia y tratar de salir adelante, con independencia de qué rey gobernara por entonces. Pese a todo, también es cierto que se trataba en efecto de un territorio inseguro, a menudo sujeto a eventuales depredaciones en busca de botín, sin que existiera necesariamente detrás de ello una pretensión de ocupación. Sus pobladores eran gentes de muy distintas procedencias que profesaban una fe diferenciada, pero la frontera entre lo que suponía ser cristiano y ser musulmán poco significaba más allá de lo religioso o de algunas costumbres establecidas en las respectivas tradiciones.

En la práctica, los habitantes de la región circunscrita entre el Duero y el Tajo, como también los que vivían más al este o al nordeste, debían seguir con sus vidas o bien optar por retirarse a otros territorios supuestamente más seguros y alejados de las zonas de conflicto. De este modo, si bien el protagonista indiscutible de la época, al menos desde la perspectiva de la cultura popular, habría de ser Rodrigo Díaz, cabría preguntarse también sobre las gentes anónimas, olvidadas por la épica y las crónicas, que habitaron aquellas tierras holladas por el Campeador en aquella etapa.

Mujeres y hombres que acudían a la iglesia los domingos al repicar las campanas o se acercaban a la mezquita cuando escuchaban el «adhan» de voz del almuédano desde lo alto del minarete; gentes que rezaban a su dios para que aquel año la cosecha diera su fruto o para que los hijos tuvieran algo que llevarse a la boca. La vida de campo no era en efecto fácil, aunque en sustancia sería semejante a la que hubo en estos mismos territorios hace apenas medio siglo. El recuerdo de estos personajes anónimos no perduró, pero, de algún modo, quedó inmortalizado en los calendarios románicos que ilustraron capiteles y pinturas de numerosas iglesias del territorio, y que mostraban las tareas que se realizaban en el campo.

Para saber más...

«Vivir en los tiempos del Cid», Arqueología e Historia, #31, 68 páginas, 7 euros

Labrando la tierra. Los mensarios románicos

La iconografía del románico es especialmente rica en escenas bíblicas, así como en bestiarios repletos de animales reales o imaginarios, pero también, de forma singular, dejan entrever una genuina manifestación artística –popularizada a finales del siglo XI a partir de la iluminación de códices carolingios y otónidas que desde el siglo IX circulaban por muchos monasterios– en la que se describen las actividades agrícolas en una docena de sencillas imágenes que remiten a los meses del año. Así, el frío mes de enero se representaba habitualmente con un personaje calentándose al fuego, aunque en muchas ocasiones paradójicamente la figura protagonista es la de un personaje bicéfalo que representa al dios romano Jano, que da nombre al mes (Ianuarios). Mayo se plasma habitualmente mediante la figura del Campus Madii, el caballero cazador con su montura, el único personaje del calendario que, excepcionalmente, no guarda relación con las actividades realizadas por la gente común. La etapa más dura del trabajo da comienzo con la siega del cereal, que tiene lugar en los meses de junio y julio, y sigue en agosto con la trilla, que en las casas más modestas solía hacerse con la ayuda del mangual de trilla, un instrumento de madera muy sencillo. Con septiembre, llega la época de la vendimia, y en octubre hay que sembrar de nuevo.