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Singer, entre la Torá y el miedo a los progromos

En este volumen explica cómo le afectó la religión, el terror a los castigos, su vocación por narrar y el temor a los guetos
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Israel Yehoshua Singer fue el mayor de tres hermanos, los tres escritores. Uno de ellos, Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura en 1978, afirmaba que algunos libros son malos porque carecen de tres condiciones imprescindibles: no tienen una historia que narrar, están desprovistos de pasión y no tienen un vínculo real con el autor. Estas palabras vienen espontáneamente a mi cabeza cuando estoy leyendo el libro de un autor judío y me asombra su capacidad para cautivar al lector de la misma forma en que lo hace, o lo hacía, una buena historia de los abuelos, y es que hay mucho de oralidad en sus libros, con todo lo que eso supone desde un punto de vista literario, ya que la literatura oral utiliza técnicas infalibles para mantener la atención del que escucha: la reproducción de diálogos, las referencias temporales, el mantenimiento de la incertidumbre, las pausas sabiamente manejadas.
El porqué de la facilidad de los judíos para contar buenas historias quizá pudiera atribuirse a la lectura de los textos sagrados, más bien a su escucha desde la infancia y si pensamos en algún judío contemporáneo, cineasta para más señas, que recientemente nos ha regalado sus memorias y al que nos cuesta imaginar leyendo dichos libros, aunque podemos equivocarnos, debemos pensar enseguida que, probablemente, su familia los citaba con frecuencia para ejemplificar cualquier asunto o recurría a «el abuelo me contó que le contaron sus abuelos» para explicar la más nimia cuestión cotidiana. Se llama «tradición», como cantaba el famoso violinista en el tejado, y siguiendo esa tradición se encuentra «De un mundo que ya no está», el primero y el único de un proyecto que constaba de tres volúmenes en los que proyectaba relatar su vida, proyecto que se truncó por la muerte del autor a los 51 años debida a un ataque al corazón.
Como toda su producción literaria, el libro está escrito en yiddish y se publicó en 1946, dos años después de su muerte. Abarca el periodo de su vida desde sus años de infancia hasta su llegada a Estados Unidos en 1933. Veintidós capítulos que arrancan en el «shtetl» (nombre que se daba a las pequeñas poblaciones, mayoritariamente judías, de la Europa del Este, en este caso se trata del «shtetl» de Lentshin, en Polonia) durante los actos de celebración cuando Nicolás II es coronado zar y Singer tenía dos años. Un comienzo hermoso e interesante en cuanto a la esencia de la literatura y que guarda una especial relación con lo que comentábamos más arriba: «Cuán maravilloso e inaprensible es el cerebro humano en su capacidad para retener y recordar de forma permanente ciertas imágenes, incluso de escasa significación, y descartar en cambio otras que, siendo mucho más significativas, decide no guardar». Y a continuación explica cómo toda su vida recordó una estampa grabada con claridad en su mente, «Suena la música. Me veo sentado sobre los hombros de un corpulento hombre barbudo. Un calcetín cae de mi pie…». Al cabo de los años le preguntó a su madre y comienza ya un persistente «mi madre me contó», «mi padre me explicó», que se mantendrán durante todo el libro como prueba de la oralidad a la que antes hacíamos referencia.
Una casa sombría
Su hogar fue sombrío debido a la tristeza que provocaba «la omnipresencia de la Torá, que llenaba cada rincón y se asentaba con pesadez sobre el ánimo de las personas. La nuestra era más una casa de estudio que un hogar» y además sus padres no estaban hechos el uno para el otro. «Habrían sido una pareja bien avenida si ella fuera el padre y él la madre, pero el caso real era justo lo contrario». Y lo que parece una afirmación incluso divertida, se convierte en una desconcertante: «Era, en una palabra, toda una intelectual, una mujer con mente de hombre», frase que nos gustaría imaginar cargada del más genuino humor judío, pero que sabemos que se debe al pensamiento predominante en los años cuarenta, cuando fue escrita. De cualquier forma queda claro que no se crió en un hogar feliz y que sus fantasías infantiles se alimentaban de los horripilantes castigos del «Guehenna», el infierno donde los horribles castigos y torturas a los pecadores se describen con tal fantasía y lujo de detalles que el pequeño Israel «odiaba a muerte al autor de este libro». Cuando tenía seis años se trasladaron a la casa de los abuelos en Bilgoray y de los diez a los trece la familia volvió a Lentshin.
Estos primeros años de su vida son recreados desde el punto de vista de un niño y gracias a ello todo lo que se cuenta posee una veracidad cargada de inocencia que es un magnífico contrapunto literario para entender lo que suponía el miedo a los pogromos que se vivía en los hogares, la resignación a las humillaciones públicas, las acusaciones por cualquier delito, solo justificadas por el hecho de que se fuera judío y la gran esperanza de que cada año fuera «el gran año», el año en que naciera el Mesías.