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Música

Jimi Hendrix

Jimi Hendrix, esclavo de los contratos antes de Kanye West

En nueve meses prodigiosos cambió la historia de la música y se convirtió en un icono: el domingo se cumplen cinco décadas de su desaparición y varias biografías le recuerdan

Jimmy Hendrix quemando su guitarra en una de sus explosivas interpretaciones
Jimmy Hendrix quemando su guitarra en una de sus explosivas interpretacionesLa RazónLa Razón

Cambió la historia de la música con una guitarra prestada. O casi robada, en realidad, la que le entregó Linda Keith en Nueva York cuando Jimi Hendrix había empeñado sus bienes. Era una Stratocaster blanca y pertenecía al novio de Linda, un tal Keith Richards, que después la echó en falta pero tampoco se molestó. Con ella, el deconocido guitarrista negro deslumbró en Londres a todos los grandes artistas británicos aprendices del blues. Paul McCartney, Eric Clapton, Pete Townshend y John Mayall sucumbieron a su estilo único, magia negra, blues vudú, algo de pirueta circense, zíngaro y barriobajero. Jimi Hendrix quebró cervicales en Inglaterra con su «flow» único y salvaje durante nueve meses (del otoño de 1966 a mayo de 1967) en los que que escribió la historia del rock & roll y que forman la parte feliz y astrológica de su vida. Decía ayer el delirante Kanye West que la música y la NBA son los nuevos barcos esclavistas. En su caso hay matices, pero Hendrix desde luego que firmó varios contratos más abusivos que de remero en galeras. Esta y otras magias blancas fueron apagando su estrella hasta fallecer hace 50 años el 19 de septiembre. El aniversario lo celebran varias publicaciones, como «Stone Free» (Jas Obrecht, Libros Cúpula) que aparece estos días y «Vida y muerte de Jimi Hendrix» (Mick Wall, Alianza) que se lanza el próximo mes.

La Stratocaster blanca

Hendrix había viajado por todo el país, con diferentes bandas, entre ellas nada menos que la de Little Richard. Le escribía cartas a su padre desde cualquier lugar: «puede que no coma todos los días, pero estoy bien. Voy a pelear (…). Por favor, escríbeme pronto, me siento muy solo aquí fuera». Su padre le había comprado la primera guitarra y fue su sustento cuando su madre les abandonó. Más tarde, en Nueva York, todo le sale mal y tiene que empeñar su preciado instrumento. Trabaja en el Club Cheetah, como músico de sesión, en un discreto segundo plano. Hasta que una noche entra Linda y queda prendada de su aura personal y artística. Después de una charla y un juego de seducción, ella le da a probar el ácido por primera vez y así sellan su rol de protegido y madrina, la primera persona que vio su potencial en el planeta Tierra. Esa noche le «prestó» la Stratocaster blanca del guitarrista de los Stones para diestros. No importaba. Aunque era zurdo, Jimi siempre tocaba guitarras para diestros porque no se fiaba de la calidad de las series limitadas que se lanzaban invertidas.

Con lo que no tenía tanto cuidado era con lo que firmaba. En 1965, desesperado por ganarse la vida, firmó un acuerdo por tres años a cambio de un dólar durante tres años. Un contrato que le obligaba a estar disponible siempre que se le solicitase con diez días de preaviso para prestar voz y música a canciones a cambio de un uno por ciento de los beneficios y sin derecho sobre los originales. Jimi firmó como guiado por «mariposas y cebras, rayos de luna y cuentos de hadas», como recoge en su libro Obrecht. Será el primero de varios pactos con el diablo que enturbiaron la carrera (y el legado) de Jimi, que apenas duró 5 años.

Matar al dios de la guitarra

Sus orígenes familiares eran mestizos: su abuela era mitad cherokee y la otra mitad afroamericana e irlandesa. Su abuelo paterno, mezcla de blanco y negra. En Inglaterra, por entonces, apenas había población de color. Hendrix, llevaba el afro alborotado y vestía alguna casaca británica. Jamás caía en las provocaciones de los ingleses que le decían que no era quién para llevarlo. «Es del cuerpo de veterinarios», replicaba con ironía a quien pensaba que se trataba de una chaqueta militar. Y seguía a otra cosa. Cuando alguien utilizaba palabras despectivas como negrata o negro (en inglés, negro es muy malsonante) nunca se molestaba si era por ignorancia. Si se trataba de una provocación, sencillamente les daba la espalda. Incluso los comentarios con buena intención eran del tipo «es un negro que no se comporta como un negro». Jimi procedía de un estado blanco, había servido en el ejército y tocado en el circuito afroamericano. Sabía muy bien qué era el racismo.

Hendrix estaba en Londres dispuesto a comerse el escenario. Conocía y admiraba a los músicos británicos. Pero no estaba allí para hacer prisioneros. Era octubre de 1966 y Chass Chandler, el manager de Jimi se encuentra a Eric Clapton y Jack Bruce, que por entonces forman Cream, la gran banda del momento. Le invitan a que lleve a ese desconocido a tocar algo el sábado siguiente con ellos. Ya habían tocado dos tercios de su set cuando le invitan a subir y Jimi lanzó cohetes en los punteos, ráfagas estridentes pero al mismo tiempo líneas puras, melodías con alma de blues. Nadie se puede creer lo que acaban de escuchar. Chandler cuenta que Clapton estaba en el camerino fumándose un cigarro, nervioso: «¿Por qué no me dijiste que era tan bueno?». Jack Bruce dijo: «Eric era un guitarrista. Hendrix, una fuerza de la naturaleza». Todos lo vieron: en unos minutos le había cortado la cabeza al dios británico de la guitarra. El de Seattle luego se arrepintió de entrometerse de esa manera en el concierto de Clapton, que era su héroe. Enseguida se hicieron muy buenos amigos, pero los rumores acerca de las dotes del blues vudú ya se habían iniciado.

La maldición del genio

Allí funda la Jimi Hendrix Experience, acepta el rol de cantante y se forja, en un tiempo récord, como artista. Escribe sus primeras canciones en trozos de papel, en un frenesí creativo, inspirado en temas como la ciencia ficción («Third Stone from the Sun» y «Purple Haze») pero su sexualidad y su fuerza le convirtieron en unos meses en una superestrella delante de los ojos de la mejor generación de músicos británicos. Liderando a dos blancos, Jimi Mitch y Noel Redding funcionan casi como una banda de jazz a la manera de Coltrane, con largas improvisaciones y un enorme entusiasmo. Firman el segundo contrato tóxico de Hendrix en su vida (que entraba en conflicto con el primero). Durante 7 años, quedaban atados a una segunda compañía, ANIM Ltd., que controlará por completo sus carreras en exclusiva a cambio de 15 libras a la semana y porcentajes del 0,31 por ciento en algunos casos. Un contrato codicioso por decir lo mínimo, pero... legal. Del que nunca se les dio una copia.

En nueve meses publicó el enorme «Are You Experienced», lleno de blues espaciales y un estilo de rock & roll como nunca se había escuchado. Cuando llegó al festival de Monterrey en mayo de 1967 ya era una estrella mundial. Tomó una canción de vaqueros, como «Hey Joe» y la hizo suya, aunque el máximo exponente de la declaración política fue su interpretación del himno americano en Woodstock: fue, más que una canción, un suceso histórico. Sin embargo, lo que más interés sigue despertando es su muerte, un tema sobre el que, desgraciada o afortunadamente, no hay nada que añadir. Hendrix murió de una combinación fatal de químicos y alcohol después de que su estrella empezara a perder brillo, presionada como estaba por la fama, los compromisos, el dinero, los contratos, las magias blancas del hombre occidental, todas tan perniciosas. También, claro, los demonios interiores que su amigo Eric Clapton conocía a la perfección: «Creo que es la maldición del genio: estás solo. Nadie puede entender la profundidad que alcanzas cuando buceas en ti mismo a la hora de tocar o de expresarte. No puedes llevarte a nadie a esos lugares. En ocasiones puedes encontrar cosas que dan mucho miedo. Tienes que sobreponerte a ellas por ti mismo y esa es una experiencia muy solitaria», dijo de su amigo, el mejor guitarrista de la historia.

Un dólar en el zapato por Little Richard

En los comienzos de su carrera, Jimi Hendrix había tocado con Little Richard, pero un día perdió ese autobús. Lo perdió literalmente. Se durmió y le despidieron. Pero ni siquiera le habían pagado los 50 dólares que le debía el muy tacaño de Richard por su última semana de trabajo. A partir de ese día, siempre llevó un dólar en el zapato, para emergencias. Su pareja, Kathy Etchingham decía que siempre lo llevaba. No es que le fuera a servir de mucho, pero él decía: «Me hace sentir mejor. Cuando has estado sin blanca, nunca lo olvidas». En Londres le reclamó a Richard sus 50 pavos. Este le dijo: «Perdiste ese autobús, chaval».Y no le dio el dinero, por supuesto.