“Falcon y el soldado de invierno”: psicoanálisis del “bromance”
Disney+ estrena la serie de los sucesores del Capitán América con mucha acción pero también con espacio para la reflexión sobre el trauma y las consecuencias en el Universo Marvel
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Hace no tanto tiempo, poco antes de que David Chase reventara las costuras del medio con “Los Soprano”, las series de acción eran un género ineludible en la pequeña pantalla. Trazas de ello incluso se pueden ver en “The Wire”, de David Simon, o en la última grande del método: “The Shield: al margen de la ley”. Lo que “Los hombres de Harrelson” o “Starsky y Hutch” levantaron a pulso, rápidamente evolucionó hacia los grandes presupuestos y el héroe sin cotizaciones por peligrosidad tomó el rostro de los Willis, Stallone y Schwarzenegger y se acabó pasando al cine. Nuestra capacidad para reconocer el estrés postraumático que generaron conflictos como los de los Balcanes o la Guerra del Golfo transformó para siempre el audiovisual en cuanto a la acción sin frenos se refiere: ya no era baladí que el pobre Rambo no pudiera salir al bosque sin pegarse un par de sustos, ahora los muertos volvían en cada pesadilla.
Quizá buena parte de culpa la tengan los derribos constantes a los que se ha sometido la masculinidad hegemónica, esa que antes pasaba los malos tragos con otros peores y relegaba las lágrimas a las reacciones alérgicas. Aquel tiempo, muerto por suerte y para orgullo de quienes lo tiraron abajo apenas con armas como la ternura y la empatía, es complicado que vuelva. Nuestra ficción, tan auto-consciente que no ha podido parar de reflejarse ni siquiera durante la pandemia y la ha hecho un género propio mientras que episodios como el de 1918 son anecdóticos en el séptimo arte, nos devuelven una imagen casi deforme de la sociedad. Ha dejado de importar el cómo y ha empezado a importar el qué. Si dentro de unas semanas se anuncia que Ryan Murphy ha rodado en secreto una serie sobre Donald Trump y la estrenará pronto, pocos son los que se cuestionarán la calidad del producto final. Somos un poco el meme de Joey mirando a Joey aparecer en la pantalla de su televisor, en “Friends”.
Con la herencia viva de todos esos referentes, la retórica del “bromance” (amor fraternal entre dos hombres) y más auto-consciente que nunca gracias a una situación vírica que ha jugado con la salud mental de todo el globo, Disney+ estrena esta semana “Falcon y el soldado de invierno”, su nueva serie del Universo Cinematográfico Marvel. Con la fórmula que tan bien ha funcionado con “Wandavision”, a razón de un capítulo por semana y jugando al otrora denostado “cliffhanger” de pegarnos a la pantalla cada viernes por la mañana, la Casa del Ratón vuelve a la “normalidad” y nos entrega su primera producción puramente pandémica y, además, situada ya temporalmente después de que los Vengadores salvaran por última vez a la tierra.
Patriotismo sin patria
Pese a su brutalismo formal, que la enclaustra en las anodinas paredes del universo marvelita, el peso de la audacia de la serie recae en lo argumental. Tras cinco años desaparecido por el chasquido de Thanos, Falcon (Anthony Mackie) intenta reconstruir su vida renunciando primero a portar el escudo del Capitán América y, más importante, rencontrándose con su hermana, madre soltera. Hundido en la más absoluta depresión tras despertarse con 50 años de asesinatos y crímenes de guerra a sus espaldas mientras estaba bajo el influjo de una organización terrorista, el ahora ex Soldado de Invierno (Sebastian Stan) intenta, por su parte, reparar todo el daño que hizo.
Como las películas de Cannon Films quedan ya lejos y lo espectacular manda, la serie estalla en propaganda militar en sus primeros e impresionantes compases, con saltos desde aviones en marcha incluidos, pero luego evoluciona hacia una reinterpretación de la figura del héroe y de ese patriotismo tan vacío como “yankee”. ¿Quién le paga las sesiones de terapia a los superhéroes? ¿Se le puede rechazar un préstamo bancario a una persona que ha salvado a la mitad de la humanidad? La serie recoge todas esas preguntas que, de manera más infantil, se hicieron los cómics hace cuatro décadas y las hace creíbles, tangibles y, en definitiva, humanas.
Después del espejismo autoral de bella factura y personalidad propia que supuso la última serie de Disney en clave superheróica, las expectativas respecto a este “Tango y Cash” moderno no eran las más altas. Quizá por eso, las aventuras de la sucesión al trono del Capitán América puedan encontrar un público más sosegado y menos fanático que disfrute de la acción a raudales que promete y, a todas luces, entrega. Llevar al “bromance” al terreno del psicoanálisis y de la percepción propia (los súpers ya no son anónimos, es imposible en la era de las redes sociales) no es una idea novedosa, y ya funcionó con éxito en la alabada “The Boys”, pero sin lo gamberro de Seth Rogen por en medio sigue siendo un concepto interesante. Concebida como una serie limitada, es decir, sin planes para una segunda temporada, “Falcon y el soldado de invierno” es la primera piedra para volver a ese audiovisual que nos hacía alejarnos, aunque sea por un momento, del mundanal ruido... con más mundanal ruido.