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“Spiral: Saw”, o el horror de lo sangriento y lo mutilado a través del espejo

La saga del asesino con más moral del “gore” se reinicia con conciencia y denuncia de la mano del cómico Chris Rock, Max Minghella y Samuel L. Jackson
DEAPLANETA
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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La carátula era blanca, y el brillo de la luz fluorescente del videoclub Élite II –jamás se descubrió dónde demonios estaba el primero- dejaba ver una mano sobre un alicatado igual de níveo, con unos salpicones de sangre que no podían ser más cutres. Solo quedaba una copia, acompañada por una ristra de ediciones de la segunda parte, cuya afronta al estómago del espectador parecía ser bastante más directa: dos falanges anunciaban la condición de secuela y un gran “censored” (”censurado”) en rojo sangre lo hacía todo, de repente, más interesante. “¿Por qué no?”, le decía un padre a su hijo, con el que apenas se llevaban dos décadas, y junto a un par de bolsas de chuches se predestinaban a entrar en el universo que prometía el eslogan y que explicaba que “Todo puzzle tiene sus piezas”.
Corría ya la segunda mitad de los años cero, esa década que fue marcada a sangre y fuego por los atentados del 11 de septiembre y que en el cine de Hollywood se tradujo como una ola de sinceridad por extremaunción. Todo se volvió más cínico, más crudo, menos humano. Y entonces, cuando parecía que el terror no se atrevía a romper su propio molde adolescente, la realidad atacó de nuevo. En noviembre de 2003, Associated Press y “The New York Times” comenzaron a tirar del hilo del horror. Según se hacía público, los militares estadounidenses custodios de la prisión de Abu Ghraib, en Irak, habrían sometido a todo tipo de torturas a presos a la espera de juicio, o ni siquiera investigados y retenidos de manera ilegal. Las humillaciones y vejaciones, más allá de lo gráfico de unas fotos que espantaron cualquier atisbo de opinión pública favorable para la Administración Bush, abrieron un cisma en la conciencia misma del “chauvinismo” americano: ¿Qué hacemos con quién disfruta abiertamente del dolor y el sufrimiento ajeno porque lo justifica dentro de un perverso sistema moral?
En ese clima, dos chavalitos abrazaron el “zeitgeist” y con un cortometraje de presupuesto ínfimo, fueron tocando las puertas de toda la industria hasta que Lions Gate les abrió la suya: una muy pequeña, con todas las reservas de un estreno menor, pero con la esperanza del potencial de quien no ha adquirido todavía los vicios del mundillo. James Wan y Leigh Whannell habían escrito, dirigido y protagonizado “Saw”, y con ello, habían cambiado para siempre el género al que nadie desde Wes Craven se había atrevido a dar un “meneo”. Con ello nació la pornografía de la tortura, la explotación por “gore” y hasta una pequeña sub-cultura del ángel vengador y social, que se materializaría en la adaptación de las novelas de “Dexter” y que llega hasta nuestros días (”Una mujer prometedora”). Si el foco de la realidad ya no la podía hacer más estomagante, ¿por qué no llegar hasta los límites de lo gráfico en la ficción? ¿Por qué no subirse al carro de esa nueva generación, quizá la última del bienestar, que podía ver satisfechas sus pulsiones más primarias?
Para cuando se habían enfrentado a los casi 200 minutos de las dos primeras películas de la saga, y habían comentado lo bueno que era Danny Glover en “Arma letal”, aquel padre y aquel hijo se habían quedado absortos por la luz azul de la PlayStation 2 que les devolvía al menú principal del DVD. No era la sensación de majestuosidad de la primera vez que se sentaron ante “La diligencia”, ni la de camaradería hormonada de “Rocky IV”, era como si hubieran descubierto algo que nadie había visto jamás –aunque la avalancha de carátulas les desmintiera con un simple recuerdo fotográfico-, como si aquella danza maldita de trampas, sirope de maíz tintado y giros de guion estúpidos fuera la última gota de sorpresa ante una pantalla. Para cuando llegó la tercera parte a las estanterías del videoclub, que ya empezaba a vivir más de las chuches que de los socios, la ilusión se había desvanecido un tanto por ciento, pero el recuerdo de aquella sesión tan golfa como fortuita no había hecho más que crecer en ambos.
Más de 15 años después de aquella primera película, y del desfile de imitaciones que la siguieron (incluyendo ahí también a las propias secuelas de la saga), esta semana llega a las carteleras españolas “Spiral: Saw”, una especie de continuación y reinicio de la serie con el cómico Chris Rock como protagonista y el mismísimo Samuel L. Jackson como su padre en la ficción. Por allí también circulan Max Minghella (”El cuento de la criada”) y hasta una casi olvidada Marisol Nichols (”24″). Entre una película y otra, además de tres presidentes y un conato de Golpe de Estado en el patrón oro de las democracias occidentales, se ha dado también el “despertar” (”awakening”, si quieren dejarse embelesar por lo sajón) de una parte de la sociedad siempre oprimida, llámese población afro-americana, pobre, homosexual o transexual. Y la película lo sabe.
Con Darren Lynn Bousman de nuevo en la dirección, el artífice mismo del descalabro mismo de la saga de películas de terror desde que se hiciera con la tercera entrega allá por 2006, “Spiral: Saw” es una especie de enmienda a la totalidad de la esencia justiciera de John Kramer. Sí, hay un nuevo asesino impartiendo justicia en el Departamento Metropolitano de Policía. Sí, todos hicieron algo a su juicio que merecía una tortura mortal. Sí, la revancha y el oportunismo se vuelven a mezclar, pero el espejo de la realidad ya parece deforme. Según la tesis de Bousman, que secundan Josh Stolberg (”Piraña 3D”) y Pete Goldfinger (”Saw VIII”) con su guion, el problema del uso desmedido de la fuerza y la corrupción policial no beben de un sistema podrido, sino de unas cuantas manzanas que infectan al resto. De ahí la espiral (del silencio), que explica en pantalla el propio responsable de las nuevas trampas, y que, probablemente, haga que el legado de Elisabeth Noelle-Neumann se reduzca a parodia.
Tampoco hay que engañarse, porque el filme que propone Bousman es extremadamente inteligente a la hora de elegir sus dianas: el machismo de quien no se cree machista, el deshonor de quienes se dan golpes con él en el pecho y hasta la fe inalterable de quienes parecen haberlo perdido todo. La película, por consiguiente, se disfruta y se deshace en el paladar como una de esas chuches azucaradas del Elite, pero se acaba igual de rápido y hace un daño parecido a la salud, en este caso moral. No se trata de ofender, porque tampoco estamos para ponernos a hacer el idiota en los tiempos que corren, pero sí de transgredir por prudencia los propios límites de la saga: hay menos sangre, pero hay mejores trampas; hay menos giros bruscos en el argumento; pero hay más explicaciones del mismo de manera explícita; hay menos “Saw”, pero quizá haya un poco más de “zeitgeist”.
Si aquel padre y aquel hijo, después de una pandemia que nos alejó un buen tiempo de las salas hubieran descubierto ahora los trucos del sucesor de John Kramer, quizá la sorpresa sería comparable, pero el efecto ni de lejos sería el mismo. ¿Hay disfrute en el escozor de quien vea en el nuevo Jigsaw una peligrosísima figura “woke” de lo vengativo? Lo hay, pero la timidez del espejo convexo de Bousman, pese al esfuerzo de un Chris Rock más que correcto, se antoja insuficiente en los tiempos tristes de George Floyd y cuando el kilómetro sentimental de las bolsas de basura de Abu Ghraib ya es plástico que se degrada en el mar. La película se encuentra “disfrutona”, se sabe endiabladamente entretenida y se tienta cándida en lo polémico, pero se acomoda y se achica frente a la nueva pornografía de Telediario.