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Historia

La maldición de Alfonso XIII

Encarnó, quizá mejor que ningún otro rey, el fatalismo connatural a los Borbones

MD32. MADRID, 11/08/2010.-Retrato al carboncillo y tiza sobre papel de Alfonso XIII cuando era niño, una obra firmada por J. Gimeno datada en 1907, que acaba de ser restaurado por el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE).
MD32. MADRID, 11/08/2010.-Retrato al carboncillo y tiza sobre papel de Alfonso XIII cuando era niño, una obra firmada por J. Gimeno datada en 1907, que acaba de ser restaurado por el Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE).EFEEFE

FECHA: 1911 El periódico norteamericano «World Magazine» daba cuenta ya de la obsesión de Alfonso XIII por una especie de maldición que pendía amenazante sobre él y su dinastía.

LUGAR: Madrid Una tarde, el futuro rey pasó una hora rezando, como si pretendiese alejar así los malos presagios, y llorando durante más de otra hora junto a su madre.

ANÉCDOTA: El novelista valenciano Blasco Ibáñez escribió sobre el monarca: «Era un adolescente enfermo de anemia o tisis, con el sello de la muerte impreso en el rostro».

No resultó extraño que el hijo póstumo de Alfonso XII y abuelo del Rey Emérito Juan Carlos, el futuro Alfonso XIII, desarrollase desde sus primeros años cierta neurosis sobre su salud. Una obsesión acrecentada si cabe aún más por el fallecimiento de su padre a causa de la tuberculosis y, por supuesto, tras la inesperada muerte de su adorada madre, la reina María Cristina, de un infarto sobrevenido el 8 de febrero de 1929.

Dieciocho años antes, el periódico norteamericano «World Magazine» daba cuenta, en su edición del 28 de mayo de 1911, de algo que en el círculo íntimo del soberano ya se sabía de sobra: la obsesión de Alfonso XIII por una especie de maldición que pendía amenazante sobre él, asociada a un tal doctor Moure y a un mes especial del año, mayo, que era el de su nacimiento. También en mayo de 1905, el día 14, el monarca había escuchado, desesperanzado, el comentario de Moure sobre la tuberculosis que padecía: «La condición del rey no responde enseguida al tratamiento», advirtió el especialista. La frase se clavó en su mente desde entonces y, cuatro años después, cuando volvió a visitarle en su consulta de Burdeos, el médico fue incluso más lejos y aventuró que el monarca sufría algún tipo de trastorno depresivo como consecuencia de preocupaciones y disgustos.

Pero quien mejor le conocía era, sin duda, su propia esposa. El historiador británico Gerard Noel, perspicaz biógrafo de Victoria Eugenia de Battenberg que logró entrevistarse con sus hijos Beatriz y Juan de Borbón, relataba una anécdota reveladora, según la cual la reina se quedó muy sorprendida al ver aparecer una tarde, en su saloncito privado, al rey terriblemente pálido y turbado. La soberana jugaba en aquel momento con su primogénito Alfonso, del cual tuvo que hacerse cargo de inmediato la institutriz palaciega.

Don Alfonso se dejó caer de rodillas y pasó una hora rezando, como si de esa forma pretendiera alejar los malos presagios. Después lloró desconsoladamente más de otra hora, mientras Victoria Eugenia intentaba, azorada, remediar la patética escena. Finalmente ésta preguntó al rey qué le pasaba. Don Alfonso tardó en contestar. Pasados unos minutos, se acercó a un pequeño escritorio dispuesto a dar rienda suelta a su persistente fatalismo y terminó por estampar esta especie de calendario en un trozo de papel:

–Mayo 17 - 1886, nacimiento.

–Mayo 14 -1905, Doctor Moure.

–Mayo 31 -1906, casamiento.

–Mayo 10 -1907 nace el primer hijo.

–Mayo ???

Los signos de interrogación en la última línea parecían trazados con gran dolor de su corazón, como si estuviera en trance de agonía y pretendiera alejar de sí las inquietantes brumas de un futuro aterrador. Como si, en definitiva, en lo más profundo de su ser presintiera ya el nacimiento de su hijo muerto, acontecido el día 21 de mayo de 1910.

Al cumplir los 18 años, otro 17 de mayo de 1904, el escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez tuvo oportunidad de verle durante una excursión que hizo al Pardo. El joven rey pasó por donde él estaba, en un landó tirado por briosas mulas. Más tarde, el célebre novelista compuso una semblanza del monarca parecida a la del rey hechizado Carlos II: «Era un adolescente –recordaba el autor de “La barraca”– enfermo de anemia o tisis, con el sello de la muerte impreso en el rostro, moviendo su cuerpo desmedrado con el balanceo del negro carruaje, semejante a un negro ataúd... La boca, siempre abierta, respirando por ella y no por la nariz, con el ansia de tragar mayor cantidad de vida, de absorber más aire, de dar mayor alimento a los aparatos heridos de muerte, que poco a poco se detienen en su funcionamiento. De vez en cuando, el pobre ser se da cuenta de su triste gesto, y con una violencia de su voluntad sube la mandíbula, apretando los dientes; pero le fatiga el esfuerzo y otra vez vuelve a pender el hueso de sus ligamentos aflojados y aparece la expresión de cansancio, de desaliento y de tristeza en aquella máscara de enfermo, última manifestación de una raza que se extingue».

Alfonso XIII encarnó, quizá mejor que ningún otro rey, el fatalismo connatural a los Borbones. Su primogénito Alfonso y su benjamín Gonzalo eran hemofílicos, por no hablar de su segundogénito el infante don Jaime, sordo de nacimiento y, como consecuencia, mudo también. Tanto Alfonso como Gonzalo, murieron en sendos accidentes de automóvil a los que una persona normal hubiese sobrevivido. Cruel destino.

EL GENERAL MOLA

La hemofilia, heredada de su madre la reina Victoria Eugenia, incapacitaba al príncipe de Asturias Alfonso de Borbón y Battemberg para asistir a cualquier acto público, impidiéndole incluso incorporarse de una silla. En una ocasión le visitó en Palacio el general Emilio Mola, que dejó escrita esta patética impresión en sus memorias: «Me recibió de pie –recordaba el futuro cerebro de la sublevación militar del 18 de julio de 1936–, y quiso tener la deferencia de hacerme sentar. Luego intentó levantarse para despedirme y no le fue posible. Una ráfaga mezclada de angustia y resignación pasó entonces por su semblante». Esta especie de peste sanguínea, gravísima entonces, se caracterizaba por la propensión a fuertes hemorragias producidas a veces de forma espontánea, las cuales eran difíciles de controlar debido a una tara en la coagulación de la sangre. Las mujeres portaban el mal y se lo transmitían a los varones.