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Mercedes Monmany: «La intolerancia y la xenofobia anida de manera ruin en mucha gente»

La escritora publica «Sin tiempo para el adiós», un libro que repasa la biografía de los intelectuales europeos que tuvieron que partir hacia el exilio, desde Nabokov, Thomas Mann o Hannah Arendt hasta Luis Cernuda o Chaves Nogales

ENTREVISTA A LA ESCRITORA MERCEDES MONMANY. @ JESUS G. FERIA. 06-05-2015.
La escritora Mercedes Monmany@ JESUS G. FERIA.@ JESUS G. FERIA.

Este es un libro de vidas truncadas y sueños rotos. El camino amargo del exilio que por guerra o represión emprendieron tantos intelectuales y escritores. En las páginas de «Sin tiempo para el adiós» (Galaxia Gutenberg), Mercedes Monmany da cuenta de los hombres y mujeres que tuvieron que dejar su tierra por oponerse a los totalitarismos o para huir de las diferentes olas de antisemitismo que han barrido Europa a lo largo del siglo XX. Aquí hay novelistas del ayer, como Alfred Döblin, Tomas Mann o Robert Musil, entre otros, pero también de hoy, como Dubravka Ugresić. Y, por supuesto, de españoles como María Zambrano o Chaves Nogales. Todo un continente de la literatura que por la intolerancia de sus sociedades tuvieron que aprender a vivir sin raíces.

-A través de estas biografías observamos que el exilio de autores no es solo un asunto de ayer. También hay autores afectados en la actualidad.

-El exilio, desgraciadamente, se repite, sin apenas un respiro, a lo largo del siglo pasado. También en la actualidad, en Oriente Medio. Un fenómeno muy ligado a guerras, conflictos étnicos y religiosos; a persecuciones políticas de todo tipo y a las tiranías. Mi libro está dedicado al caso europeo y al siglo XX, con lo cual las últimas guerras y diásporas que trato en él se producen en los años 90. Unos conflictos que ocupan un espacio de tiempo entre 1991 y 2001. Es decir, que están perfectamente plasmadas en nuestra retina, no solo en nuestra memoria. Con lo cual, hay un puñado de muy buenos escritores que se vieron forzados a salir en aquellos años, como Velibor Čolić, e Dubravka Ugresić o Aleksandar Hemon, que aún están en plena actividad.

-¿Aún hay tanta intolerancia en Europa?

-Sin llegar al punto álgido y dramático de las guerras, en las que el asesinato y el crimen resulta gratis y no es perseguido por la ley como sucede en tiempos de paz, la intolerancia, como el racismo o la xenofobia, son pulsiones de los más bajos instintos que siempre anidan de forma ruin y venenosa en mucha más gente de la que nos imaginamos. Sólo hace falta que determinados líderes políticos mesiánicos, amorales o beligerantes los pulsen para que todo estalle en un momento u otro, o, si no, para que se vayan asentando y adquiriendo el rostro cotidiano de la «respetabilidad». Es decir, de una aceptación social y masiva. En su obra «Masa y poder», Canetti ya habló de esta pulsión oscura de lo irracional, de esa explosión de trasfondos primitivos y ocultos, no confesados, que sólo necesitan ser pulsados en determinados momentos de la historia.

-Estos autores son tratados de traidores, como Dubravka Ugrešić.

Por supuesto, Dubravka Ugrešić. Pero prácticamente los que cito en mi libro son ferozmente vilipendiados y tratados con todos los epítetos imaginables, entre ellos, «traidor» a la patria. Es decir, a lo que los totalitarismos habían decidido llamar patria. En esa construcción de «lo nacional» no cabían los disidentes, tanto los que decidían quedarse, muchas veces marchitándose en un duro exilio interior, como los que decidían emprender el camino del exilio. Todo se hacía irrespirable para estos «traidores» de regímenes autoritarios, de pensamiento único. El serbio Danilo Kis, acosado por sus numerosos detractores «oficialistas» y por una violenta campaña orquestada por el gobierno comunista de su país, toma la decisión de instalarse en Francia. Disidente de la ideología totalitaria comunista, víctima a través de su familia del otro fascismo del siglo XX, el nazi, así como ferviente adversario de los delirios nacionalistas que nunca dejaron de imperar en su zona de origen, Kis se había convertido en el blanco favorito de los «esbirros» del régimen, como él los llamaba.

- ¿Pensar por sí mismo sigue siendo peligroso en el mundo?

-No en todas partes. Pero si pensamos que tan solo hay reconocidas como «democracias plenas» veinte en todo el mundo, apenas un diez por ciento del total de países, nos podemos sentir afortunados por no poner la vida en juego cada día al defender las ideas que sean. Sin embargo, lo que sí es triste es la forma en que muchos individuos que viven en estos países de democracias abiertas y plenas se autocensuran, de forma calculada, para no pensar por sí mismos sino por lo que más conviene para obtener beneficios a corto plazo. Es decir, acomodarse lo más y mejor que se pueda a las líneas más «aceptadas» de pensamiento. Mostrar disidencia a veces significa poner en juego un trabajo, una carrera o un puesto bien remunerado.

¿Cuál es la relación de los exiliados con su propia lengua y por qué adoptan otra, como Nabokov?

-Aparte de la supervivencia, del acomodarse y adaptarse a un nuevo país y lugar, el dilema de la lengua, dentro de la comunidad de los escritores e intelectuales exiliados, aparece inmediatamente. Es su herramienta de trabajo y una cuestión que tienen que enfrentar más tarde o temprano. Como es sabido, Nabokov se convierte en un gran maestro de la lengua inglesa, como lo fue el polaco Conrad en su día. Brodsky seguirá escribiendo la mayor parte de sus poemas en ruso y sus ensayos y también otros poemas en inglés. Sin embargo, los polacos Gombrowicz y el Premio Nobel de Literatura Milosz, el húngaro Sándor Márai, el rumano de nuestros días Norman Manea, y también Dubravka Ugrešić, que antes ha mencionado, jamás renunciarán a seguir escribiendo en su lengua materna. Manea explicará que ninguna de las lenguas de su emigración llegó a convertirse en lengua de su interior, de su «corazón». Algo muy importante para un escritor. También lo dice Márai en sus «Diarios»: el problema de todas las emigraciones es en qué medida asimila el desplazado el idioma de la comunidad que lo acoge en detrimento de su lengua materna. Por otro lado, el intento por parte de un escritor de intentar escribir en el idioma extranjero corta el cordón umbilical, el contacto con el lenguaje que lo sustentaba y que mantenía vivas su conciencia y capacidad creativa. Pero él, Márai, toma una clara decisión, como manifiesta: «Llegara donde llegase sería un escritor húngaro».

-¿Cree que el concepto de nación ha quedado obsoleto?

-Muchos pensadores europeos, por ejemplo, Claudio Magris, han venido insistiendo en los últimos años en la construcción de un federalismo europeo. Consideran que la única solución para la Europa del futuro es un Estado fuerte, federal y respetado. No significa eliminar de golpe los estados nacionales, porque esto no va a suceder de un día para otro, sino caminar hacia una forma de federalismo, hacia unos Estados Unidos de Europa, a la manera americana. En 2019, figuras de primera línea de todos los países firmaron el «Manifiesto de los Patriotas Europeos ante la celebración de las próximas elecciones al Parlamento de la UE». Personas como Orhan Pamuk, Bernard Henri-Lévy, Claudio Magris, Adam Michnik, Svetlana Alexievitch,Fernando Savater, Ian McEwan o Herta Müller, entre otros, clamaron por una conciencia europea urgente en un momento en el que «retumbaban los populismos» y cuando por doquier estaba presente la amenaza de un repliegue nacionalista, imponiéndose en muchos casos, de nuevo, la xenofobia, el resentimiento, el odio y, en general, las bajas y más nocivas pasiones colectivas.

-Los grandes líderes abogan por una nación, pero si algo reconocemos en estas páginas es que los países mutan. La Alemania de Weimar se convierte en la Alemania nazi; Rusia, en la URSS; la España de la Segunda República, en la España del franquismo...

-Aquí tengo que contestar como europeísta de optimismo incorregible, de fe en la democracia que siempre acaba imponiéndose, tras las más grandes calamidades. Es verdad que Europa nunca ha estado exenta de esa oscura tendencia de reproducir ruinas y catástrofes periódicamente, de forma suicida. Sobresaltos, guerras fratricidas, conflictos étnicos y religiosos, apropiaciones de amplias zonas por la fuerza, tentaciones totalitarias y despóticas. Sin embargo, lo mejor de su fortaleza siempre ha renacido una u otra vez, es decir, la rebelión humanista contra la barbarie. La eterna lucha de «Calvino contra Castellio», del despotismo contra la libertad, como dejó escrito Stefan Zweig, para quien Europa fue siempre lo más parecido a una religión irrenunciable. También lo decía otro convencido europeísta de aquellos días, Klaus Mann: «El mundo bárbaro persevera en su rígida monotonía; pero Occidente se transforma, cambia, crece, absorbe siempre nuevos ritmos e ideas, rejuvenece su propia sustancia a través de infinitas metamorfosis y aventuras». Lo que está claro es que la libertad es la vida, el espíritu creativo, la cultura, el progreso. La barbarie y la tiranía solo llevan a la destrucción y la miseria de los pueblos. Sé que en doce años en el poder, como fue el caso de los nazis, se puede llevar casi a la destrucción a todo un continente, provocando millones de muertos y sufrimientos indecibles, pero la democracia, la concordia y los valores humanos, tarde o temprano, son más fuertes y se acaban abriendo paso.

ESPAÑA Y LOS EXILIOS
A lo largo de su historia, España, al igual que otros países, ha dado muchos exiliados. Pero, ¿por qué? Para Mercedes Monmany, nuestro país «ha sido especialmente desgraciado en esta materia». Y afirma que «a lo largo de los últimos siglos, tanto el XIX como el XX, no ha dejado de producir exiliados debido a la intolerancia, el despotismo y las distintas dictaduras encadenadas. Está el exilio de liberales en el siglo XIX, tras los diversos levantamientos y tras las purgas producidas con el regreso del Fernando VII, sobre todo a Inglaterra y Francia, como es el caso del gran Blanco White; pero también de Alcalá Galiano, Meléndez Valdés, Moratín y muchos otros. y está el gigantesco exilio republicano que tiene lugar nada más acabar la Guerra Civil. Un destierro “de dimensiones oceánicas”, como decía el gran comparatista Claudio Guillén».