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Sean Penn, padre a jornada completa

Presentó en Cannes «Flag Day», cinta en competición que dirige y protagoniza junto a su hija Dylan
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  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Sean Penn tiene la piel muy fina. Cuando le preguntaron, en rueda de prensa, si el amor culpable que siente por su hija en «Flag Day» reflejaba su paternidad ausente, saltó diciendo que solo había que consultar Imdb para darse cuenta de que, en esa etapa de su vida, solo aceptó «trabajos sencillos». «Uno de los grandes privilegios de mi trabajo es que, cuando se acaba un rodaje, te conviertes en un padre a jornada completa», afirmó. «Y es cuando tus hijos se enfadan». Basada en las memorias de la periodista Jennifer Vogel, «Flag Day» está protagonizada por Sean Penn y su hija Dylan, y es fácil sacar conclusiones de la relación que, en la pantalla, se establece entre los dos personajes, y padre e hija en la vida real, pero eso es lo de menos.
Lo de más es que «Flag Day» esté en competición. Fue por las quejas de Penn cuando «Diré tu nombre» se presentó a concurso en 2016 y la crítica la vapuleó merecidamente antes del pase de gala, que el director artístico del festival, Thierry Frémaux, decidió cambiar la estructura de la programación, creando una burbuja de buenrrollismo hipócrita alrededor de los artistas y relegando los pases de prensa a la trastienda de la gala, para que las opiniones de los periodistas ofendieran menos. Si nos ponemos positivos, «Flag Day» es un poquito mejor que «Diré tu nombre», lo que no es decir mucho. Telefilme de sobremesa con ínfulas malickianas, la película incide en uno de los grandes temas de la ficción norteamericana: la desmitificación del padre que ha confundido la iniciativa emprendedora con la mentira, el engaño y la estafa, o lo que es lo mismo, que ha modelado el sueño americano como una fantasía hueca. Por desgracia, el filme carece de intensidad dramática, a Dylan Penn le queda grande el protagonismo que marca el punto de vista del relato, y el tono y estilo de Penn son propios de una poesía de primaria.

Historias, trágicas o tiernas

Que no cunda el pánico, porque Cannes es capaz de lo peor, pero también de lo mejor. Ayer vimos la primera obra maestra indiscutible de la sección oficial, la japonesa «Drive my car», de Ryusuke Hamaguchi, que ha convertido el cuento homónimo de Haruki Murakami, de cincuenta páginas, en un hermoso drama coral de tres horas que pasan en un respiro. Hamaguchi, que viene de ganar el Premio Especial del Jurado de la última Berlinale con la no menos maravillosa «La ruleta de la fortuna y la fantasía», es un cineasta de la palabra. Sus personajes siempre terminan contándose a través de historias propias y ajenas, como si el lenguaje fuera abriéndose como una flor nocturna en luna llena. Aquí, un director teatral, que acaba de perder a su amada e infiel esposa, se enfrenta a un montaje de «Tío Vania», de Chéjov, como quien sube una montaña sagrada, y en el proceso, descubre sus dificultades para superar la pérdida así como las historias, trágicas o tiernas, de las personas que le rodean, especialmente la de su chófer particular, una joven cuya sabiduría emocional es un pozo sin fondo.
Del mismo modo que Murakami tiende a desarrollar sus relatos en dos universos paralelos que se alimentan de rimas y significados, Hamaguchi utiliza la obra de Chéjov para establecer conexiones poéticas con las vicisitudes de sus personajes. Esas conexiones nunca son obvias: se trata de contagiarse de esa atmósfera chejoviana en la que la vida fluye como un coche atraviesa un túnel, sin saber si al otro lado le espera la luz del sol o la lluvia torrencial. No hay grandes catarsis, aunque la película va creciendo a combustión lenta y, sin saberlo, te atrapa en sus misterios. Llega un momento en que el silencio impera en la pantalla, pero la palabra sigue: el monólogo de Sonia al final de «Tío Vania» recitado por los gestos de una sordomuda será, vaticinamos, una de las secuencias del año, o de la década.