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La olvidada y cruda matanza del sureste de la isla de Tasmania aterriza en Cannes

El cineasta Justin Kurzel profundiza en la psique enferma y herida del autor de la matanza a quien da vida el actor Caleb Laundry

El actor Caleb Landry Jones en "NItriam", de Justin Kurzel
El actor Caleb Landry Jones en "NItriam", de Justin KurzelLa RazónLa Razón

Hubo una masacre en Port Arthur, Tasmania, en 1996, donde murieron 35 personas. Antes de una masacre, siempre hay signos, síntomas, alarmas. En “Nitriam”, que competía ayer en Cannes, el australiano Justin Kurzel, autor del “Macbeth” que concursó en el certamen en 2016, los detecta concentrados en un solo personaje, un rubio, sucio ‘incel’ que Caleb Laundry Jones interpreta con inusitada empatía por una locura tan genética como incitada por el rechazo social y materno. No es la primera película que siente una cierta comprensión por el monstruo (el “Halloween” de Rob Zombie lo hacía sin remilgos), pero sí es notable lo mucho que se preocupa por estar con él, por seguirle la pista, por observar cómo su obsesión por los fuegos de artificio es una manera infantil de buscar afecto, por dejarse fascinar por su relación con una millonaria que parece haberse escapado de “Grey Gardens”, por admirar el amor que siente por su padre depresivo y la rabia contenida que le genera su madre castradora. Nada es excesivamente nuevo en “Nitram”, sobre todo cuando el protagonista empieza a comprarse un arsenal de armas que guarda como oro en paño (que es, leyendo los rótulos finales, lo que más importa a Kurzel: la impunidad con que se tienen armas en las antípodas), pero el pulso narrativo de la película es firme y crudo.

La locura también está presente en la desconcertante “France”, de Bruno Dumont. Una locura diríamos que rossellianiana (hay algo de “Europa 51” en su película: incluso quizás el guiño geográfico de su título, ahora ceñido al país de Macron), o un poco bressoniana, en el gesto de utilizar el amor que esconde una traición para llegar al perdón y la redención. El problema es que este discurso está integrado en lo que aparenta ser una sátira de la celebridad, la hipocresía de los medios de comunicación, la futilidad y a la vez la capacidad de linchamiento de las redes sociales y la inanidad de las clases acomodadas, que resulta un tanto burda y antigua. Suponemos que es la máscara que Dumont escoge para ocultar la historia de una mártir, que, además, se llama France (Léa Seydoux, que, en su cuarta película este año en Cannes, se ha perdido todas las alfombras rojas: aún está convaleciente de Covid). El director de “La vida de Jesús” nos quiere hacer creer que su protagonista es, literalmente, una nación confusa, adinerada, frívola, que finalmente quiere redimirse de sus pecados, aunque el nombre de France parece una pista falsa en una película llena de ellas. Su principal defecto es que nunca logra casar su sarcasmo con la seriedad con que se acerca al viaje espiritual de su heroína.

El intento fallido de Ayouch

Es imposible que, en “Les intranquilles”, del belga Joachim Lafosse, haya un gramo de sarcasmo, porque el tema que trata, el trastorno bipolar, es como mínimo espinoso. Lo más fácil habría sido, a vueltas con una enfermedad mental como esta, ponerse la camisa de fuerza y optar por el tremendismo. Por fortuna, Lafosse lo evita a toda costa sin mirar hacia otro lado. Aquí se trata de observar cómo el brote bipolar de un artista, Damien, afecta a la vida cotidiana de su mujer y su hijo. A la etapa de euforia enloquecida, que no conoce el sentido ni del peligro ni del exceso, le sigue el tratamiento de choque y la etapa depresiva. Lo importante, como ya lo era en “Después de nosotros”, feroz disección de la separación de una pareja, es atender a los detalles, a los gestos, a los cambios que se operan en la dinámica de una familia cuando una crisis estalla, y hacerlo desde una verosimilitud que duele. Lafosse consigue que “Les intranquilles” explique la complejidad de las emociones no solo del enfermo sino de la que cuida, que acaba contagiada del miedo de que el otro no salga de su otredad, y siente la locura como algo propio, que no le abandonará nunca.

Tal vez hay que culpar a lo autobiográfico de que “Casablanca Beats” sea tan ingenua, obvia y autoindulgente. El marroquí Nabil Ayouch ha concebido la película inspirándose en sus propias experiencias al fundar el Centro Cultural del barrio de Sidi Mounen. Esta mezcla de “Fama” y “Mentes peligrosas”, barnizada con el mensaje de película necesaria sobre el poder liberador del rap en la cultura musulmana, en la que tradicionalmente los discursos sobre igualdad y libertad de expresión están asfixiados por la religión, se estructura de forma alterna y binaria -escena de debate en clase, escena musical- para confrontar la creación con el análisis de su contexto. El problema es que, dramáticamente, no hay ninguna voz que destaque sobre la otra, los personajes pertenecen a una masa juvenil que se pretende significativa, los argumentos que se ponen sobre la mesa se reiteran hasta la extenuación, un palo de escoba tiene más vida que el profesor teóricamente inspirador, y la película no tarda en ahogarse en su propia ingenuidad. A Spike Lee le puede encantar, eso es cierto.

El palmarés de Spike

Es improbable que las favoritas de la prensa, con las que este crítico está completamente de acuerdo (“Drive My Car” y “Memoria” sobresalen sin esfuerzo de toda la sección competitiva; muy de cerca, destacan “Titane” y “Benedetta”), estén en el palmarés de un jurado que preside el cineasta Spike Lee. El director de “Haz lo que debas” tiene fama de imponer sus opiniones con firmeza, y uno lo ve más cerca de “Lingui” (sería la primera Palma de Oro para un cineasta negro), “A Hero” de Asghar Farhadi, y las contestatarias “La fracture” y “Casablanca Beats”, que de las películas más innovadoras pero menos politizadas de la sección oficial.