“Cinco lobitos” y dos madres paralelas
Alauda Ruiz de Azúa debuta con una sensible y notabilísima ópera prima que arrasó en el pasado Festival de Málaga y hoy aterriza en salas, con la que desmitifica el proceso de crianza al tiempo que se interroga sobre la complejidad de las relaciones maternofiliales
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Los cinco lobitos de Alauda Ruiz de Azúa no se esconden detrás de una escoba como hacían los de la nana. Prefieren parapetarse en el sólido refugio de sus silencios, desvíos y fracturas cuando lo que tienen que decirse suena demasiado extraordinario o imprudentemente sincero como para que parezca cierto. Qué complejidad ser madre y qué enmarañado laberinto de pasiones eso de ejercer de hija. “A veces uno es feliz y no lo sabe”, pronuncia Begoña (a quien da vida una formidable Susi Sánchez) contagiada por la efusividad del tiempo, mientras repasa con su marido y su hija frente a un televisor en el que se suceden vídeos con recuerdos compartidos de paseos marítimos, primeras veces, velas, cumpleaños y besos con baba, las texturas y sonidos de una memoria familiar que parece ser capaz de mantenerse viva todavía (pese a que “todas esas vidas que no vives son siempre perfectas, son ideales. Pero en algún momento, hay que vivir la vida que te ha tocado”, como también resaltará la matriarca en un momento dado) en una de las tantas escenas conmovedoras de la hermosa ópera prima de la cineasta de Baracaldo.
Desde el costumbrismo
Sirviéndose de ese estilo naturalista apegado al costumbrismo inherente de las circunstancias cotidianas que tanto aprovechamiento narrativo demuestra tener en términos cinematográficos y tantas alegrías parece estar brindando al cine español en los últimos años –basta con pensar en reconocimientos como los de “Las niñas” de Pilar Palomero en los Goya de hace un par de años cuando se alzó como mejor película, el triunfo de Clara Roquet como directora novel gracias a su “Libertad” o el Oso de Oro de Carla Simón conseguido recientemente por “Alcarràs” en Berlín–, Alauda traslada con “Cinco lobitos” un retrato sobre la maternidad contemporánea con vocación de legado. Una maternidad tejida a base de instantes íntimos de enternecedora belleza, pero también embrutecida por el condicionante de la precariedad laboral (siendo ambos autónomos él cogerá un trabajo de lo suyo porque hay que seguir pagando facturas, mientras que ella tendrá que seguir renunciando a oportunidades laborales durante el periodo de adaptación colonizado por una boca más que alimentar), que solo puede entenderse desde la otra orilla de los afectos, es decir, desde la transitada por las hijas de esas madres que se quedaron en casa para cuidarlas mientras el marido se encargaba de traer dinero a casa y ellas de cambiar pañales y calentar biberones.
Susi Sánchez, a la que la severidad y el lucimiento de madre adusta le encaja como un traje con medidas de sastre -no existe ejemplo más ilustrativo de ello que su visceral trabajo en “La enfermedad del domingo”, por el que fue galardonada como mejor actriz protagonista- asegura en conversación con LA RAZÓN segundos después de pedir silencio con una elegancia extrema a la gente que se agolpa en los diferentes espacios de los Cines Verdi donde están teniendo lugar las entrevistas que, aunque no ha sido madre, sí ha sido hija, “y he vivido de cerca el manejo de una familia numerosa también. Lo que siento que ha cambiado es que antes, a través del tiempo, las mujeres se casaban y tenían hijos y punto. El conflicto ha llegado cuando la mujer ha entrado en la vida laboral, esta conciliación de la que tanto se habla ahora y que está reflejada en “Cinco lobitos”. ¿Cómo hace para ser madre en un momento en el que también tiene que trabajar? De hecho, había muchos maridos que preferían que las mujeres no trabajasen para poder dedicarse a la casa y a la crianza”, indica y continúa: “Últimamente me veo muy reflejada en mi madre. Sobre todo, a nivel físico. Y eso me da un poco de impresión. Creo que, llegada ya a la edad que tengo yo y después de haber hecho muchos años de terapia, te das cuenta de que cualquier cosa que hayas vivido de pequeña no deja de ser la semilla del resultado de lo que eres ahora”.
En el caso de esta veterana actriz con marcada vocación teatral, poder verbalizar el agradecimiento a su madre por darle la vida, supuso una de sus mejores recompensas: “no puedo decir que la educación o la infancia en mi caso fueran una maravilla y de hecho eso es algo que estuve trabajándome durante mucho tiempo, pero al final sobresale el amor. El amor se expresa de muchas maneras y a veces hay mucha dificultad adquirida para hacerlo, como se muestra en la película. Recuerdo que poco antes de morir mi madre tuve un sueño en el que le daba las gracias por haberme parido, por haberme traído a este mundo y se lo dije, pero no obtuve una respuesta demasiado entusiasta y al día siguiente se lo repetí y sin darle ninguna importancia me dijo “que ya lo sé, ya lo sé, ya me lo has dicho hija”. Ella no le daba ninguna dimensión digamos y para mí era muy importante podérselo decir porque lo entendía como un reconocimiento. Si ahora vivo, tengo la edad que tengo, una historia personal y encuentro en mi vida muchos momentos de felicidad también es en parte gracias a los aciertos y errores que cometieron en mi familia”.
Esa visión sobre la evolución de la concepción de la maternidad también es en este caso compartida tanto por la directora como por Laia Costa (Amaia), hija de Sánchez en la cinta que con 35 años vuelve coyunturalmente al caserón vasco familiar para lidiar con su circunstancia de madre primeriza (me fui siendo hija y vuelvo aprendiendo a ser madre) y dejarse mecer tanto por el apoyo de unos padres imperfectos que revivirán inconscientemente su experiencia como progenitores teniendo que sintonizarla con su nuevo rol de abuelos, como por el cuidado interrumpido –por pequeña ausencias provocadas por viajes laborales– de su pareja (Mikel Bustamante).
“El concepto de maternidad ha cambiado muchísimo a todos los niveles y yo personalmente lo veo con respecto a mi madre y a las abuelas de mi hija en cuanto a cosas como el embarazo, el parto, el postparto, la crianza... Pienso que en la mayoría de las ocasiones todos esos procesos no se viven de la misma forma que lo hicieron nuestras abuelas”, señala convencida Costa antes de que Ruiz de Azúa apostille que “las mujeres de mi generación por ejemplo, que hemos sido madres más tarde, a nivel comparativo con nuestras madres o abuelas estamos teniendo un debate mucho más abierto sobre este tema. Tengo la sensación de que hay más relato en general. Se cuestionan muchas más cosas y especialmente se asume con más naturalidad que la maternidad se puede vivir y de hecho, se vive, de formas muy diferentes. Se está empezando a hablar de que emocionalmente es algo muy complejo cuando yo creo que en la generación de nuestras madres se asumía que la maternidad tenía que ser de determinada manera y si no lo hacías así corrías el riesgo de convertirte en una mala madre. Como que se daba por hecho que tú tenías un niño y salías indemne de esa situación. Sin duda, ha cambiado mucho, como tantas otras cosas relativas al universo de las mujeres en estos últimos años”.
La propia experiencia de la realizadora como madre fue de hecho el detonante de la creación de esta destacable y luminosa historia generacional de apegos feroces capaz de explicar las relaciones maternofiliales desde una sensibilidad alejada del subrayado dramático gratuito y perfilarlas como un ejercicio emocional, tal y como aduce Laia, de renegociación constante. “Convertirme en madre me cambió la mirada sobre determinadas cosas y cuando empecé a buscar un relato me costaba encontrarlo. Encontré algunos sobre la maternidad o muy técnicos, muy médicos, muy fisiológicos o edulcorados, idealizado a veces: personajes enfermizos de madres muy locas o épicas y salvadoras dispuestas a todo por sus hijos. Me faltaba un relato más cotidiano”. De modo que “empecé a tomar notas sobre cómo podía escribir una historia más honesta hasta que me di cuenta de que una de las experiencias más bonitas de ser padre o madre es la forma en la que cambia tu mirada sobre tus propios padres”. Hasta el punto de, como decía Gornick en el caso de las madres, no poder abandonarlas, porque sin darnos cuenta, nos hemos convertido en ellas.