“Las niñas”: Entre los escapularios y el primer sujetador
Pilar Palomero presenta una cuidada ópera prima con la que ha destacado en el Festival de Málaga en donde bucea por los albores de la década de los noventa en España
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Cuando “Las niñas” se presentó en la pasada Berlinale, nadie hablaba de “nueva normalidad”. La pandemia, en secreto, estaba expandiéndose ya por toda Europa, muy probablemente habitaba en algún rincón de las aglomeraciones que orbitaban alrededor de la alfombra roja o de las mismas salas, llenas hasta la bandera. Pero Pilar Palomero, que debutaba en la sección “Generación K Plus”, tenía la esperanza de repetir el éxito en el palmarés berlinés de “Verano 1993”, de Carla Simón. “Las desarrollamos en paralelo, son películas muy distintas. Aunque ambas compartan productora, se sitúen en la década de los noventa y sean, en cierto modo, relatos de iniciación, los puntos de vista que aportan sobre la infancia y la adolescencia son muy diferentes”, explicaba entonces.
En la Berlinale “Las niñas” se fue de vacío pero no ha tenido que esperar mucho para confirmarse como la película española revelación del año. Ahí está la Biznaga de Oro al mejor filme a competición en el Festival de Málaga para demostrarlo. Palomero no admite rasgos autobiográficos en la historia de Celia, una niña de once años que estudia en un colegio de monjas en la Zaragoza de 1992, pero sí en la pintura de un contexto que define, de forma oblicua, a un país que aún no se ha liberado del peso del franquismo.
“Esa es la época en la que crecí. Y la recuerdo como una época confusa y contradictoria”, reconoce. “Supongo que en eso no fui especial, en la adolescencia a todos nos toca crecer entre la niebla, sobre todo a las chicas. Sí es cierto que en la película hay una reflexión sobre la educación, y eso no se traduce solo en una crítica contra las escuelas de monjas. Hablo de la educación en un sentido más amplio, como algo que incumbe a toda la sociedad. Y en los noventa España vivía un momento muy paradójico: muchos creían que éramos un país avanzado pero encendías la televisión y tenías a Jesús Gil en un jacuzzi, rodeado de chicas en bikini”, indica.
Como ocurría en “Verano 1993”, el casting era una cuestión clave. Ahí está el encuentro con Andrea Fandos, y el trabajo con actrices noveles. “Vimos a más de mil niñas. Lo fundamental es que mostraran soltura ante la cámara, que se sintieran cómodas”, dice Palomero. “Cuando ya teníamos claro cuáles eran las elegidas, no les dimos el guion y trabajamos con ellas a partir de la improvisación. Durante el rodaje, se trataba de no forzarlas; es decir, la cámara tenía que estar a su servicio, seguirlas por el espacio, y no al revés, no fijarles un movimiento, dejarlas ser con naturalidad”.
Ese realismo, surgido de la espontaneidad, también tiene que ver con una cierta desnudez de la puesta en escena, en la que priman los silencios -en la relación madre (Natalia de Molina) e hija-, los planos de gestos y miradas, y la música que escuchan las niñas en sus reuniones, fuera de la austeridad escolar. “Quién no ha compartido”, evoca Palomero, “cintas de casette con la música que le gustaba. Era una forma de definirse sin tener que hablar. Una manera de explicarse, de encontrar una voz desde la voz de los otros”.