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Vida espartana

Carlos III, un monógamo entre los borbones

El monarca se enorgullecía de no haber conocido a otra mujer que su esposa

Retrato de Carlos II pintado en 1783 por Mariano Salvador Maella
Retrato de Carlos II pintado en 1783 por Mariano Salvador MaellaArchivoArchivo

El rey Carlos III llevó una vida espartana sujeta a un estricto horario. Se enorgullecía de no haber conocido a otra mujer que su esposa, María Amalia de Sajonia, a quien fue siempre fiel. De hecho, mientras el monarca permanecía en el Real Sitio de San Lorenzo de El Escorial, el prior del monasterio le visitaba todas las mañanas. Y en una de aquellas ocasiones le oyó decir: «Padre prior, gracias a Dios yo no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio; a esta la amé y estimé como dada por Dios; y después de que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento». De ningún otro monarca se recuerda que hubiese pasado veintiocho años de su vida nada menos, desde que enviudó con cuarenta y cuatro, sin esposa ni dama alguna. Duro como una piedra era su tálamo. El historiador Antonio Ferrer del Río advertía que, cuando se sentía atormentado por la soledad, «se levantaba y paseaba descalzo por la habitación para resistir y vencer las tentaciones de la carne».

Tampoco le temblaba la mano para adoptar terribles decisiones. Su primogénito Felipe, duque de Parma, estaba llamado a sucederle en el trono de Nápoles mientras éste era coronado en España. Pero no pudo cumplir el deseo de su progenitor por ser epiléptico y, como tal, incapaz de reinar. El propio Carlos III hizo de tripas corazón en la solemne proclamación que leyó en Nápoles al acceder al trono de España: «Entre los cuidados y graves atenciones que me ocupan tras la muerte de mi augusto hermano Fernando VI, me encuentro llamado a la Corona de España. La imbecilidad notoria de mi hijo mayor fija particularmente toda mi solicitud. [Nadie] ha logrado descubrir en el desgraciado príncipe el menor rastro de juicio, de inteligencia ni de reflexión, y que, no habiendo cambiado este estado desde su infancia, es incapaz de sentimientos religiosos y se halla privado de todo uso de razón».

Complot envenenado

De su ardorosa fe y piedad daba fe su propio confesor Fray José Bolaños, por quien sabemos que cuando el rey llegó a Nápoles tuvo conocimiento de un complot para envenenarle y dijo a sus servidores esto mismo: «Yo solo cuido de no desagradar a Dios; lo demás corre de cuenta suya... No hay cosa mejor que lo que dispone el Amo, ni hay mejor padre de familia que Dios… Cuanto tengo es de Dios, y el hombre de suyo no es más que miseria». Incluso a un prelado llegó a confesarle, muy convencido: «No sé cómo hay quien tenga valor para cometer deliberadamente un pecado, aun venial: yo todas las noches hago examen de conciencia y, si le hallara en mí, no me acostaría sin confesarme primero».

Todas las Pascuas y festividades de la Virgen y de los principales misterios religiosos y de algunos santos de su particular devoción, como San Genaro, frecuentaba la Eucaristía. Verle asistir a Misa en capilla pública o en su oratorio privado, así como a los demás actos solemnes de la religión, edificaba a todos. «Y si la fe pudiera descubrirse con ojos materiales –advierte el historiador Antonio Ferrer del Río–, en ninguna ocasión se hacía más visible que cuando aquel respetable anciano tenía a sus nietos en los brazos sobre las fuentes bautismales, pues era una simbolización viva de la inefable beatitud representada en el rostro de los antiguos patriarcas».

Varias anécdotas referidas por el conde de Fernán-Núñez, testigo ocular de todas ellas como jefe del Regimiento de Infantería Inmemorial del Rey, nos ilustran sobre el comportamiento del monarca tan volcado a la caridad con el prójimo: «Su afabilidad –escribe así Fernán-Núñez– con las gentes más humildes que le servían era tal, que en La Granja, viendo un día el duque de Arcos, capitán de guardias, que una mujer del campo se acercaba a hablarle con demasiada familiaridad, la quería hacer apartar. Y el rey le dijo: ‘’¡Déjala, Antonio! Es mi conocida, es la mujer de fulano”, que era uno de sus monteros». Fernán-Núñez daba fe también de esta otra vivencia: «Otro día le servía la copa un criado anciano y no sé por qué acaso le estuvo esperando gran rato sin traerle de beber. El marqués de Montealegre, enfadado de ver a Su Majestad esperarle tanto tiempo... Y el rey, que lo presumió y vio de reojo, como solía, le dijo: “Montealegre, déjale al pobre. ¿Te parece que no lo habrá sentido él más que yo?”».

Bendita halitosis

El conde de Fernán-Núñez evidenciaba estas otras experiencias que pudo contemplar con sus propios ojos: «Nombraba para cada jornada cuatro gentiles-hombres de cámara, entre los cuales había dos o tres que, el uno por su torpeza natural, el otro por su continua tos y gargajeo, y el otro por lo que le olía la boca, eran sumamente desagradables para tenerlos a su lado en una servidumbre íntima. Parece que la desgracia quería que estos hombres rabiasen por servir al rey. Y Su Majestad, por reconocimiento, los nombraba muy a menudo, no obstante las representaciones que le hacía el sumiller duque de Losada, al cual respondía: “¡Déjalos, hombre! ¡Los pobres tienen tanto gusto en ello!”». No solo mostraba afecto el rey a sus servidores leales, sino también a las cosas materiales que le regalaban, algunas de las cuales conservaba desde su niñez en el interior de las faltriqueras de la casaca.

La fecha: 1759

De ningún otro monarca se recuerda que pasase 28 años de su vida desde que enviudó con cuarenta y cuatro sin esposa ni dama alguna.

Lugar: Madrid

Cuando el rey se enteró del complot para envenenarle, dijo a sus servidores: «Yo solo cuido de no desagradar a Dios; lo demás corre de su cuenta».

La anécdota

Todas las Pascuas y festividades de la Virgen y de los principales misterios religiosos y de algunos santos, como San Genaro, frecuentaba la Eucaristía.