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Las afinadas notas de un Bradley Cooper ausente llenan Venecia

El actor, tras el éxito de «Ha nacido una estrella», se atreve con su segundo largo como director y actor, y aborda la compleja vida matrimonial del compositor Leonard Bernstein mientras que Roman Polanski presenta «The Palace», la peor obra de toda su carrera
En «Maestro», un irreconocible Bradley Cooper da vida al mítico compositor Leonard Bernstein
En «Maestro», un irreconocible Bradley Cooper da vida al mítico compositor Leonard BernsteinImdb
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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A falta de Bradley Cooper, que quedó en Hollywood mordiéndose las uñas por la huelga del sindicato de actores dejando sola a «Maestro», película que dirige e interpreta y que competía ayer en Venecia, siempre nos quedará Harmony Korine, que acudió a la rueda de prensa de «AGGRO DR1FT», así, en mayúsculas, con una máscara de demonio amarillo, la que viste el villano digital de su último delirio, proyectado fuera de concurso. Cooper y Korine representaban dos caras opuestas de esta 80ª edición de la Mostra veneciana: el cine de prestigio, pulido y educado, y el cine terrorista, firmado por autores que parecen disfrutar lanzándose al vacío sin paracaídas, sin miedo a despanzurrarse o, simplemente, a hacer el ridículo. Es, por ejemplo, el caso de Roman Polanski, que presentó «The Palace», sin lugar a dudas la peor obra de toda su carrera. En tierra de nadie quedaba «Adagio», un eficaz thriller italiano que habría sido mucho mejor si su director, Stefano Sollima, hubiera afilado las tijeras en la sala de montaje.
Hasta el momento, la promoción de «Maestro» se había reducido a la polémica, por llamarlo de alguna manera, de la nariz prostética a la que se ha pegado Bradley Cooper para encarnar al mítico compositor y director de orquesta Leonard Bernstein. En redes sociales empezaron a circular críticas sangrantes, hasta que la familia de Bernstein tuvo que salir en defensa de Cooper. Tal vez la nariz parezca una cuestión baladí, una discutible decisión de maquillaje, pero lo que se debatía, en realidad, era si Cooper tenía derecho a interpretar a un judío ilustre. Viendo la película, es obvio que el judaísmo de Bernstein le importa más bien poco, incluso su música pasa a un segundo plano, porque de lo que aquí se trata es de hablar de su vida personal y su historia de amor con la actriz Felicia Montealegre (Carey Mulligan).
La intención es, por tanto, hacer un «biopic» intimista, que no aspira a la hagiografía y sí a trazar una especie de topografía de los afectos entre un genio bisexual e infiel, que no soporta la soledad, y una mujer que acepta, por amor, fingir que su matrimonio es feliz. En cierto modo, «Maestro» forma un perfecto programa doble con «Ha nacido una estrella», la exitosa ópera prima de Cooper: por un lado, ambas hablan de los conflictos entre la imagen pública y la imagen privada del amor compartido cuando la celebridad y el genio dictan sus normas, y, por otro, están planteadas como un «showcase» para sus actores, privilegiando los primeros planos. Cooper quiere evitar los clichés del biopic al uso, aunque su enfoque, más «arty» que en «Ha nacido una estrella» (contraluces, blanco y negro ocasional), siga al pie de la letra el libro de estilo del melodrama hollywoodense.
Al fin y al cabo, Bernstein es otro artista en guerra consigo mismo, y Felicia, otra mujer sufriente: la película, aunque correcta, no se permite ni una falta de ortografía. Todo lo contrario que Roman Polanski en «The Palace», donde solo hay mala letra y manchas de aceite. En una suerte de «El triángulo de la tristeza» situado en un hotel de los Alpes suizos (zona que conoce muy bien: tiene un chalet en la estación de esquí de Gstaad), el director polaco parece haber realizado una película contra el público. A todos aquellos que piensan que debería ser cancelado, «The Palace» dedica bromas edadistas, sexistas, escatológicas e islamófobas.
Su mal gusto hace que Ruben Östlund se parezca a Luchino Visconti. Imposible imaginar una película más fea, vulgar y decadente. Y aunque ese elogio de la decadencia –con sus actores decrépitos y sus rostros deformados por la cirugía estética– sea fruto de una feroz misantropía, la que, a los 90 años, debe inundar la biliosa mirada de Polanski, es imperdonable que esta farsa sobre este mundo loco, loco, loco, ambientada en la noche del cambio de milenio y repleta de mierda de perro, mafiosos rusos, latas de caviar, hijos bastardos y un Mickey Rourke a punto de colapsar, no tiene un solo gag que funcione. Nadie se esperaba un Especial de Fin de Año de Los Morancos dirigido por Polanski, aunque tal vez sea un buen portazo en los morros para cinéfilos y biempensantes.
El cineasta Harmony Korine apareció en la Mostra con una estrafalaria máscara
El cineasta Harmony Korine apareció en la Mostra con una estrafalaria máscara Efe
«AGGRO DR1FT» no es ninguna broma, aunque lo parezca. Aburrido del relato clásico, Harmony Korine, «enfant terrible» del «indie» americano más subterráneo, vuelve a preguntarse, como ya hizo en «Trash Humpers», qué es el cine en la contemporaneidad. Así hay que entender una película rodada íntegramente con cámaras térmicas y pasada por los filtros de la inteligencia artificial («Es un instrumento creativo muy excitante», declaró ayer. «No creo que suponga ninguna crisis existencial»), que podría interpretarse como el reverso diabólico de las meditaciones poéticas a las que nos tiene acostumbrados el último cine de Terrence Malick. Eso sí, lo que en Malick es bálsamo lírico aquí es agresión violenta: una plasticidad lisérgica, un sonido que revienta tímpanos y un personaje unicelular (Jordi Mollà, vecino de Korine en Miami), el de un sicario que mata sin piedad mientras reflexiona sobre el amor como necesario combustible del mundo. Es tan radical, y a veces tan ridículo, como suena. Y aún así, «AGGRO DR1FT» parece la viva imagen de un cambio de paradigma en el audiovisual, la obra de un visionario que inaugura así su nueva productora, EDGLRD se llama, un estudio multimedia especializado en diseño, videojuegos, cine y tecnología, y lo que resulte de la confluencia de todo ello.
«Sobre todo de noche», la estupenda ópera prima de Víctor Iriarte que se estrenaba ayer en la sección Venice Days, parte de una imagen: la foto de dos mujeres de unos cincuenta años, a las orillas de un río, echándose una siesta, con las uñas pintadas de rojo. «¿Qué pasaría si una es una madre biológica y la otra una madre adoptiva? ¿De qué hablarían?», se preguntó Iriarte. Así nace lo que Vera (Lola Dueñas) y Cora (Ana Torrent) califican como una historia de violencia, y que, como anuncia la cita de Roberto Bolaño que encabeza el filme, es, también, un relato de terror. Y un noir. Y una road movie. Y un melodrama.
Una de las grandes virtudes de «Sobre todo de noche» es abordar el tema de los bebés robados en la España del franquismo y la Transición sin caer en los clichés del cine social y, sin embargo, no olvidarse de cuestionarnos qué significó para las mujeres, para esas mujeres «cuya lucha quedó eclipsada por otras luchas que, en ese momento, parecía que eran más importantes, pero que terminaron por borrar el activismo de muchos colectivos». Así las cosas, Vera y Cora son víctimas de un mismo acto atroz, y solo uniendo sus fuerzas (escuchándose, comprendiéndose), podrán sanar sus heridas. No son madres perfectas: «Así como nos hablaron de la Transición como un periodo ejemplar, pasó lo mismo con la maternidad. Ahora, cuando incorporamos una visión crítica sobre esa experiencia, se rompe con el discurso hegemónico y con el cliché».
Las actrices Lola Dueñas (i) y Ana Torrent posan este sábado en el marco del Festival de Venecia (Italia).
Las actrices Lola Dueñas (i) y Ana Torrent posan este sábado en el marco del Festival de Venecia (Italia). Antonello Nusca EFE
«Sobre todo de noche» es, felizmente, una película imprevisible. A la mezcla de géneros de filiación bolañesca, se le añade una enorme variedad de registros formales, que, de algún modo, reflejan la voraz cinefilia de Víctor Iriarte. Por un lado, es un filme epistolar, que pone en valor el texto sin que la imagen colapse, más bien al contrario. Porque, por otro, el gesto y el movimiento trabajan rimas y simetrías que no solo afectan a las profesiones de las protagonistas femeninas (Vera es taquígrafa, Cora es profesora de piano: ambas se expresan con las manos) sino también a la cadencia de las imágenes, tan bressoniana. «Me interesaba incorporar la idea de performatividad al cine. Por eso considero que es una película musical», explica. «Y claro que está Bresson, y Chantal Akerman y Mariano Llinás y Jia Zhang-ke y Lee Chang-Dong, pero todas estas influencias están muy procesadas. Tengo 47 años, y creo que la edad te da una calma, una distancia, necesarias para que los referentes funcionen menos como un espejo. No estoy haciendo esta película para demostrar que quiero hacer la siguiente. Lo que busco como espectador también lo busco como cineasta: un gesto».