"La amiga de mi amiga": pop sáfico para que baile Rohmer
Zaida Carmona estrena "La amiga de mi amiga", una comedia de enredos lésbicos que ya ha pasado por el Festival de San Sebastián o el de Rotterdam
Madrid Creada:
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Atiende a este diario desde el Festival de Rotterdam, hasta donde ha llegado esta semana con su ópera prima, "La amiga de mi amiga". Zaida Carmona (Castellón, 1986) lleva años trabajando alrededor del cine, en sus diferentes facetas, e incluso dirigiendo algunos cortos, pero hasta la pandemia no decidió ponerse realmente en marcha para levantar un largometraje. Con toda la humildad de un presupuesto mínimo y una cámara no profesional, Carmona quiso bajar un guion que tenía pensado desde hace tiempo a lo real, acercarlo a su día a día y a quienes conoce. Luego, se sumaron amistades, como Alba Cros ("Las amigas de Ágata") o Marc Ferrer ("¡Corten!"), se profesionalizó el proyecto y esta semana, tras pasas por varios de los certámenes más importantes del planeta, "La amiga de mi amiga" vive su puesta de largo en la cartelera.
Y así, para su debut, Carmona vuelca en "La amiga de mi amiga" varias de sus filias. A la sazón, una obsesión con el cine de Éric Rohmer, soneto canónico de la Nouvelle Vague; o la afición de la directora por la música de Christina Rosenvinge, que incluso llega a participar en la película con un cameo. En esa coctelera, la de la Barcelona bollera, contenida y urbanita -pero con personajes cabales, de esos a los que uno no desea abofetear con cada decisión-, la película nos lleva botando de los Zumzeig a la Apolo, pasando por esos ambientes, dichosa palabra, que en realidad son caricatura y autoparodia de la realizadora. Fresca, consciente de sus virtudes estéticas y de sus limitaciones, la película de Carmona se siente un alivio a la tensión magnánima del cine contemporáneo, un ejercicio de narrativa ligera, desprovista de gravedad, que sin embargo pone en primer plano a esa L tan olvidada de lo LGBTQ+. Sobre el filme, cómo se gestó y sus referentes, la directora en LA RAZÓN.
-¿Se imaginaba el camino de festivales que ha tenido la película cuando recién empezabas a levantarla?
-La verdad es que no, para nada. Teníamos el D’A en el horizonte, claro, porque ha apoyado mucho las películas de compañeros y amigos, como Marc Ferrer o Alba Cros, que aquí es directora de foto. Es un festival al que yo quiero mucho. Pero claro, todo lo que ha venido sucediendo después ha sido inesperado. No pensábamos, siquiera, poder estrenar comercialmente por el tipo de película que es. No tanto por el contenido sino por el cómo, el presupuesto y lo punk de la producción. Ir a San Sebastián o Rotterdam… ni en nuestros mejores sueños. El camino ha sido un regalo.
-Antes de “La amiga de mi amiga” había dirigido cortometrajes, pero aquí estamos en otra liga. ¿Cómo comienza a poner en marcha la película?
-Tenía un guion a medio escribir, pero requería de un presupuesto y una producción más estándar. Pero se me hacía un mundo, y era imposible entrar en la industria a nivel de financiación. Y, durante el confinamiento, hablando con Marc (Ferrer), él me animaba a que hablara de mi entorno. Que cogiera una cámara en cuanto pudiéramos salir de casa. A partir de ahí, con la idea de ponérmelo fácil, y por mi obsesión en ese momento con Rohmer, se me ocurrió la idea de hacer un juego con cómo sería un Rohmer en la Barcelona bollera de ahora. ¿Cómo puedo rodar algo con lo que yo me sienta cómoda y esté a mi alcance? Ahí empezó la peli. Y, de hecho, al principio iba a ser mucho más punk, pero se fue sumando gente y profesionalizando el proyecto.
-Y bajando a lo narrativo, instalada la película en esa corriente contemporánea de autoficción, ¿cuánto hay de su propia experiencia en la Barcelona bollera?
-Bastante, la verdad. Sobre todo en los personajes. No es que seamos nosotras, pero sí las máscaras de nosotras que llevamos cada día llevadas a la exageración. Las vivencias son ficción, pero se parecen mucho a cosas que nos han sucedido. Como al final yo siempre vivo un poco como si estuviera en una película, me decidí a hacer la película. Todo, eso sí, muy pasado por la comedia, la autoficción y la autoparodia.
-Le quería preguntar por lo estético. Más allá de lo presupuestario, ¿hay algún momento en el que haya decidido amarrarse, no perderse en lo estético de la película? Puede ser muy tentador…
-Tenía muy claro, como referencia, que quería hacer una película muy pop. Entonces había que llevar eso a los colores, a la estética, a la música, al ritmo… Fue muy potente y muy guay poder trabajar con Alba Cros como directora de foto, porque nos permitió hacer algo muy natural, usar esa falta de recursos en favor de la película. No intentar hacer una película súper artefacto visual cuando tenemos dinero para ello. Quería huir de lo cutre. Salvando muchísimo las distancias, nos mirábamos en el primer Almodóvar, el cine quinqui, la Nouvelle Vague… Alba entendió perfectamente mi idea. Con Rohmer en la cabeza, estéticamente nos alejamos un poco hacia la magia pop, con el final o con las ensoñaciones de la protagonista. La gracia era jugar con muy pocos elementos para que, cuando hubiera uno diferencial, se notara de verdad.
-Hablaba de las partes de ensoñación, y quería preguntarle por el cameo de Christina Rosenvinge. ¿Qué tal? ¿Cómo se gestó su aparición?
-Fue genial. Hace unos años hice unos videos para uno de sus discos y ella me dijo: “Si algún día necesitas algo, dime”. Y yo, diez años después, le escribí un mail para decirle que había llegado el momento. Cristina, toma esta guion (ríe). Siempre he sido fan de ella, desde cría. Siempre estaban sus canciones presentes, por mi hermana, o por lo que fuera. Y en ese guion del que habíamos hablado antes, ya salía ella, siempre había tenido esa fantasía de que ella apareciera en mi primera película. Se apuntó y fue maravilloso.
-Me va a perdonar el ejercicio de tokenismo, igual con la pregunta que más ha respondido. ¿Por qué la ficción sáfica o lésbica no termina de asentarse en el “mainstream” español? Lo han hecho antes gays o trans, incluso…
-Es algo que viene de muy lejos. Las lesbianas siempre hemos estado invisibilizadas. En lo hetero, pero también dentro de lo propio LGBT. ¡Hasta siendo la primera letra! La ficción, como representación de la realidad, también. Y más desde la comedia. Parece que a las lesbianas les hayan quitado la capacidad de hacer reír o de divertirse. No. Ahí tenéis que estar vosotras, serias o enfadadas. Condenadas a historias trágicas con finales infelices. Esa desaparición depende de muchos factores sociales, claro, pero se está moviendo todo. Yo qué sé, por ejemplo en Barcelona existe una fiesta que se llama “Me siento extraña”, la hacen los lunes, y siempre se llena. Y se supone que estaba los lunes porque sería el día que menos gente iba a acudir. Igual sí movemos gente, las lesbianas. Y también hay una cosa, muy relacionada con las personas socializadas como mujeres, que es el síndrome del impostor. Es algo que siempre nos ha hecho estar un paso atrás. Como a no atrevernos. Pero cuando hemos sacado la película, mucha gente nos lo ha agradecido, porque no hay muchas, casi todos los referentes son estadounidenses. Y eso que no estamos haciendo nada rarísimo, es solo una comedia romántica de enredos… pero de lesbianas.
-Y, ahora, ¿qué? ¿Le gustaría seguir dirigiendo?
-Me gustaría, sí, pero como puedes imaginar esta película se ha hecho de una manera bastante precaria. Se puede hacer una película así, pero más no. El cine es un trabajo, y me gustaría poder seguir, pero con los medios profesionales que quiero. Pero bueno, tengo varios proyectos en mente, como una idea de serie recogiendo la idea de la película y otro largo más. Pero todavía estoy aterrizando.