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Un «Tornaviaje» al esplendor artístico de las dos orillas

Hasta el 13 de febrero, el Museo del Prado visibiliza la rica aportación cultural de América a España
Alberto R. RoldánLa Razón

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En plena actualidad revisionista, entre derrumbes de estatuas y un cuestionamiento continuo de un pasado que, en su mayoría, se critica desde la ignorancia, el arte resurge para dar un toque de atención. Y lo hace a través de una de las exposiciones más ambiciosas de la presente temporada del Prado. Hasta el 13 de febrero, el museo acoge «Tornaviaje. Arte iberoamericano en España», muestra que reúne 107 obras, 95 de las cuales se conservan en espacios religiosos –sobre todo, iglesias y monasterios–, así como en el ámbito privado. Proceden, además, de 25 provincias españolas, por lo que todo nuestro país está representado en estas salas, donde todo visitante se impregnará de un pasado de gran esplendor artístico.
El objetivo de la exposición es, según explica Miguel Falomir, director del Prado, «reivindicar la áurea estética de estas obras que, en un momento del pasado, se decidió que carecían de valor y solo conservaban una importancia testimonial, centrada en el punto de vista histórico, en su valor antropológico o científico. Pero no es cierto. De hecho, algunas estuvieron en el Real Alcázar de Madrid y nadie consideraba que tuvieran un rango inferior al resto de cuadros». «Hemos tenido mucho cuidado», añade, «para que la exposición no coincidiera con la Semana Santa debido a que son imágenes vivas de devoción hoy en muchos lugares». Así, la exhibición permite que se reconozca la gran aportación artística de América a España y, por extensión, a Europa.
Como su propio nombre indica, «Tornaviaje» es un «viaje de regreso» que busca dar a conocer el arte virreinal y ponerlo en primer plano a una escala internacional. Y es que, explica Falomir, «siempre hemos compartido la idea de que eran los cuadros de Murillo y Zurbarán los que iban al Nuevo Continente, pero pocos conocen la cantidad ingente de piezas que venían desde allí. La realidad es que se conservan más obras provenientes de América que al revés, y que importábamos más piezas de esa zona que de Flandes o Italia». De esta manera, todas estas obras, enviadas o traídas por aquellos que regresaron de tierras americanas, formaron parte de los equipajes de viaje, los cuales se complementaban con objetos de uso cotidiano, como muebles o ajuares, que se integraron en los hogares de las clases medias, las catedrales o las parroquias.
La exposición está dividida en cuatro secciones: «Geografía, conquista y sociedad», «Imágenes y cultos de ida y vuelta», «Las travesías del arte» e «Impronta indiana». En ellas, el visitante puede admirar desde un Cristo de la Veracruz, que cabalga entre lo gótico y lo autóctono y se presenta como una de las primeras obras manufacturadas en América, hasta una serie de alegorías de la Inmaculada Concepción, pasando por «El biombo de estrado. Historia de la conquista de Tenochtitlan». Esta última obra, datada en 1692-1696, es quizá una de las más llamativas de la muestra. Dividida en tres paneles y dibujada por ambas caras, refleja la fusión de la cultura española y mexicana en su máximo esplendor. En un lado, se reflejan los episodios de la Conquista, mientras que en el contrario se aprecia un mapa de dicha urbe en el siglo XVII, ya con las estructuras europeas importadas. «España apenas representó este suceso de su historia. Sí hay obras que aluden a las luchas contra los musulmanes, los holandeses y los alemanes, pero no a lo que hicimos en América», continúa Falomir, «solo 200 años después aparecen estas representaciones y casi siempre hechas en América, impulsada por las élites de los criollos. La pieza, destinada a los gobernadores, es casi una reivindicación, refleja la grandeza de una ciudad que era más grande que Madrid y que glosa todo lo que aportaron los españoles».
Asimismo, «Tornaviaje» acoge uno de los lienzos más cotizados del momento a nivel internacional. Se trata de «Los tres mulatos de Esmeraldas», de Andrés Sánchez Galque, y retrata a un padre y sus dos hijos. El primero era un esclavo negro que, al llegar a costas americanas, saltó del barco y escapó. Se casó con la hija de un jefe indio y se convirtió en un caudillo. Más adelante, pactaría con los reyes de España. Pero independientemente de las aventuras de su vida, lo que resalta de la obra es el reflejo de la resistencia indígena, el reconocimiento de estos descendientes de esclavos alzados como gobernadores de una extensa región. De hecho, la pieza fue un regalo para Felipe III, con la que se simbolizaba la sumisión y el respeto, con sombreros retirados, así como la pacificación entre ambas zonas, pues los mulatos aparecen caracterizados con golas españolas, ornatos prehispánicos, sedas asiáticas y collares africanos de dientes de tiburón.
Una muestra que representa a la América hispana como un área cultural sin distingos jurídico-políticos en la creación, aunque sí en la interpretación en origen de las obras. Todo ello aporta una magnífica visión de la sociedad y su funcionamiento teniendo en cuenta los procesos de conocimiento, apropiación y conquista, con toda su crudeza, de los territorios de la otra orilla.

Un alegato de la herencia mexica y española

Durante el siglo XVII se popularizó representar en los biombos, una palabra que proviene del japonés, materias de raíz histórica y urbana. Una tendencia que excedía un mero interés artístico y que estaba permeado por unos claros intereses políticos y sociales. La exposición «Tornaviaje», que el Museo del Prado acoge hasta el próximo 13 de febrero, trata de reivindicar en nuestro país el arte americano que vino a España. Todos conocen el arte español que viajó a América, pero, en comparación con el viaje inverso, supuso un tráfico de obras bastante inferior. Una de las piezas más sobresalientes de la colección que se expone es el llamado «Biombo de estrado», una obra capital del arte virreina. Es algo más que una pintura, es una representación exacta del ideario y los principios que defendían las élites criollas. A un lado está representada la conquista de Tenochtitlan, centro del imperio azteca. Con un vivo realismo y sin escatimar detalles se representan los principales eventos de ese suceso. Por el otro lado se puede contemplar un detallado plano urbano de México en el siglo XVII. Una manera plástica de reclamar la doble naturaleza cultural que existían en sus raíces. Por un lado, están los mexicas y, por el otro, el español. Una herencia, parece desprenderse de su lectura, que convive de manera conjunta. La pieza, de una extremada delicadeza, intentaba mostrar la lealtad que los mexicanos debían la monarquía española, pero, también reivindicaban el orgullo de su naturaleza americana, un sentimiento que desembocaría en los procesos de independencia.

Los tres mulatos del «Tornaviaje»

Una de las piezas fundamentales de la exposición es «Los tres mulatos de Esmeraldas» (1599), pintura que representa el retrato de don Francisco de Arobe, de 56 años de edad según advierte la propia inscripción del lienzo, con dos de sus hijos, de 22 y 18 años llamados don Pedro y don Domingo. En la región de Esmeraldas, en la costa norte del Ecuador, se asentaron dos cacicazgos dominados por afrodescendientes, uno es éste, don Francisco de Arobe, y el otro es el de Alonso Sebastián de Illescas. Y de esta manera el cuadro evidencia el reconocimiento de estos descendientes de esclavos alzados, como gobernadores de una extensa región, con el sometimiento a la Corona española. El intento de control de la región, por parte de los españoles, tendrá un protagonista principal en la Real Audiencia, Juan del Barrio Sepúlveda, oidor en la Audiencia de Quito, que consigue alcanzar el pacto con los mulatos y quien costea la realización del cuadro como demostración evidente de este logro. Francisco de Arobe acepta la relación con los españoles y la conversión a la nueva Fe Católica, siendo bautizado junto con su mujer india, doña Juana, y aprueba la construcción de una iglesia en 1578, cerca de su propia vivienda en la Bahía de San Mateo. En Quito, durante la visita de los mulatos en 1598 para dar paz y obediencia al Rey y a la Real Audiencia fueron agasajados por el oidor, que les hizo entrega de numerosos presentes, tejidos, armas y utensilios de hierro. Es entonces cuando se pinta el famoso retrato que envía al nuevo rey de España, Felipe III.

La moda ecuatoriana del siglo XVIII

En 1783, el pintor quiteño Vicente Albán realizó varios conjuntos formados por seis cuadros dedicados a la representación de tipos humanos que respondían a modelos tomados de la sociedad local. Estas figuras, vestidas y adornadas a la moda del momento en la Audiencia de Quito (actual República de Ecuador), se situaban en paisajes abiertos en los que se incluían, como en este caso, diferentes elementos de la naturaleza autóctona, especialmente árboles frutales, de cuyas ramas colgaban unos productos que también eran representados abiertos y a gran tamaño. Con ello se mostraban todas las características de interés para los estudios botánicos.
El indio aquí representado figura de frente al espectador, posición habitual cuando se trata de este tipo de obras en las que predomina el carácter ilustrativo y no la composición de escenas animadas. Son piezas que están estrechamente relacionadas con los objetivos científicos de las expediciones, que en el siglo XVIII recorrieron gran parte de América, facilitando numerosa información para la clasificación de los diferentes reinos de la Naturaleza.
Así, la serie formó parte de las colecciones del Museo de Ciencias Naturales de Madrid y desde él pasó a integrarse en la Sección Etnográfica del Museo Arqueológico Nacional hasta 1941, año en el que ingresó en el recién creado Museo de América de Madrid.