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Literatura

Así cayó la democracia en Alemania frente al nazismo

El ensayo de Volker Ullrich indaga en las causas que provocaron que la sociedad germana abrazara a Hitler por medio de las urnas

Manifestación contra el nazismo en Berlín durante la República de Weimar Archivo

Hace un par de años conocimos el buen que hacer investigativo de Volker Ullrich al publicarse «Ocho días de mayo. De la muerte de Hitler al final del Tercer Reich», donde se abordaban una serie de jornadas llenas de batallas que darían fin a la Segunda Guerra Mundial y al colapso de la Wehrmacht. Era una narración llena de muerte y sufrimiento en la que destacaba el almirante Karl Dönitz, sucesor del Führer, que acababa huyendo al tiempo que los Aliados daban el remate al enemigo alemán. Ahora, esa semana tremebunda para el destino del nacionalsocialismo tiene continuidad por medio de un estudio más amplio, «El fracaso de la República de Weimar: Las horas fatídicas de una democracia» (traducción de Teófilo de Lozoya), donde examina lo que, tras la Primera Guerra Mundial, fue todo un experimento democrático en un país de escasa tradición republicana.

El autor se centra en los aspectos que contribuyeron a la caída de la democracia en un país que, en el contexto de derrota y humillación después de la Gran Guerra, había tenido que soportar unas condiciones muy severas con la firma del Tratado de Versalles de 1919. Esto motivó un clima de injusticia y resentimiento en la población que vio además cómo iban a surgir movimientos extremistas tanto de izquierda como de derecha, que buscaban desestabilizar el nuevo orden democrático.

Para colmo, la hiperinflación de 1923 devastó su economía, destruyó los ahorros de la clase media y generó un ambiente de desesperación, que se acrecentó con la Gran Depresión de 1929, provocando un desempleo masivo. El descontento social favoreció el ascenso del nazismo, que prometía soluciones rápidas. Uno de los aspectos me-nos evidentes, pero fundamentales, que analiza Ullrich es el vacío simbólico que afectó a la República de Weimar desde sus orígenes. Alemania pasó de ser un imperio monárquico a una república democrática casi de la noche a la mañana, aunque esta transformación no fue acompañada por una renovación de lo que podríamos llamar, recurriendo a Jung, un imaginario colectivo. La república nunca logró forjar símbolos que generaran un sentimiento de pertenencia entre la ciudadanía. Careció de héroes fundadores, de ritos comunes o de una narrativa que uniera a sus ciudadanos en torno a una identidad democrática.

Ullrich sugiere que esta ausencia de legitimidad simbólica hizo que la república pareciera, a ojos de muchos alemanes, un régimen artificial, incluso transitorio. La figura del presidente del Reich, por ejemplo, asumía funciones de jefe de Estado pero sin el aura de autoridad inherente que había tenido el káiser. De esta manera, por ejemplo, la bandera tricolor negra-roja-amarilla fue rechazada por muchos sectores nacionalistas que seguían venerando la antigua enseña imperial. Esta brecha simbólica entre el Estado y su pueblo fue aprovechada hábilmente por los grupos antirrepublicanos, que se presentaban como herederos de una Alemania auténtica.

Asimismo, otro eje que Ullrich desarrolla es el de los medios de comunicación como campo de disputa. En un entorno polarizado, la Prensa se convirtió en un instrumento decisivo para moldear la percepción pública de la república y sus enemigos. Ullrich no se limita a narrar hechos: examina cómo la Prensa sensacionalista, los panfletos políticos, las caricaturas y las campañas de desinformación contribuyeron a crear una atmósfera de sospecha y odio hacia las instituciones.

Realidad incómoda

Los republicanos, en general, no lograron construir una narrativa movilizadora. Por el contrario, tanto comunistas como nacionalistas –en especial, los nacionalsocialistas– supieron aprovechar el poder de la propaganda para reforzar sus mensajes. Ullrich pone especial énfasis en cómo los nazis utilizaron una estética visual muy potente, combinada con discursos simplificados y emocionales, para seducir a sectores de la población hartos del caos. El historiador muestra especial sensibilidad al tratar de comprender las emociones y motivaciones del ciudadano común, dado que no cae en la trampa de retratar al pueblo alemán como una masa ciega o manipulada sin voluntad, sino que expone cómo, en un contexto de crisis existencial y miedo al futuro, el deseo de orden, seguridad y estabilidad se convirtió en una fuerza poderosa.

El hombre común no necesariamente abrazaba la ideología nazi, pero sí anhelaba un retorno a la normalidad, entendida como estabilidad económica y autoridad clara. Aquí radica una de las tesis más perturbadoras del libro: los regímenes autoritarios no se imponen únicamente por la fuerza, sino que muchas veces son deseados por poblaciones exhaustas. Ullrich evita moralismos fáciles y en cambio plantea preguntas incómodas: ¿qué grado de responsabilidad recae en una sociedad que no solo tolera, sino que colabora activamente con la destrucción de su democracia? ¿Hasta qué punto es legítimo culpar exclusivamente a las élites cuando amplios sectores sociales, por acción u omisión, facilitaron el ascenso del totalitarismo?

Políticos anticuados

El libro, aunque está marcado por el fatalismo del desenlace histórico, no cae en el determinismo. Ullrich deja abierta la posibilidad de que la República de Weimar podría haber sobrevivido si ciertos factores hubieran sido distintos, examinando aquellos momentos de inflexión donde la historia pudo tomar otro rumbo. Por ejemplo, analiza críticamente la actuación de figuras como el presidente Hindenburg, el canciller Brüning o Franz von Papen, cuyas decisiones no solo fueron erráticas, sino irresponsables. Ullrich los retrata como hombres atrapados en una lógica de poder anticuada, incapaces de entender la nueva realidad política. El autor insiste en que las elecciones políticas contaron, y mucho: un enfoque que invita al lector a pensar la historia no como una secuencia inevitable, sino como un espacio abierto, donde la responsabilidad individual y colectiva juega un papel crucial. Más allá del contenido, el libro destaca por su equilibrio entre erudición y claridad.

La prosa, sobria pero elocuente, evita la jerga excesiva sin renunciar al rigor académico. Cada capítulo está construido con lógica narrativa, y al mismo tiempo con solidez argumentativa. Las transiciones entre temas son fluidas, y cada sección se apoya en fuentes concretas sin convertir el texto en un collage de citas. El autor no solo domina los hechos históricos, sino que demuestra una capacidad admirable para interpretarlos desde una mirada ética y política. No hay complacencia ni en el juicio ni en el análisis. Sabe que está escribiendo sobre un momento trágico de la Historia, pero también que el pasado solo tiene sentido si sirve para iluminar el presente. Su libro es un aporte valioso para historiadores o politólogos y también para cualquier lector interesado en comprender las condiciones que erosionan una democracia desde dentro.