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Obituario
Björn Andrésen: los bellos también mueren
El fallecido actor de "Muerte en Venecia" tuvo una vida marcada por el dolor y la belleza

El mismo codirector que resignificó la trascendencia de su peripecia vital y profesional hace cuatro años con un revelador documental titulado con el apelativo que fue consagración y condena hasta prácticamente el final de sus días ("El chico más bello del mundo"), ha sido el encargado de confirmar su fallecimiento, como si resucitar y morir formaran parte de la misma cosa. Así, el cineasta Kristian Petri anunciaba lo inminente: ha muerto Björn Andrésen a los 70 años por causas de momento desconocidas, el Tadzio de "Muerte en Venecia".
Encomendándose a la fragilidad sintetizada de los sentimientos puros, describe Thomas Mann el estado de nerviosismo y la extraña conmoción torpe que invade el cuerpo del señor Gustav Aschenbach cuando ve por primera vez al efebo polaco de nombre Tadzio, de rasgos marmóreos y cabello largo ensortijado "con el rostro pálido y graciosamente reservado, la nariz rectilínea, la boca adorable y una expresión de seriedad divina y deliciosa que hacían pensar en la estatuaria griega de la época más noble" y cuya perfección anatómica esculpida por manos celestiales le lleva directamente al convencimiento de no haber visto nunca "algo tan logrado en la naturaleza ni en las artes plásticas".
Una ráfaga similar de emociones, si sustituimos el halo de romanticismo aéreo manifestado por el personaje literario de Mann por la pura satisfacción del creador que concluye una búsqueda –y también algo de excitación, por qué no decirlo–, debió sentir Luchino Visconti cuando entró por la puerta de un lujoso apartamento cercano al Hotel Grand de Estocolmo el joven Björn Andrésen para postularse como protagonista de su icónica película basada en la novela del escritor alemán. Al contrario que Woody Allen, que afirmaba de sí mismo ser lo suficientemente feo y bajo como para triunfar por sí mismo, Andrésen se sumergió inesperadamente en el mundo de la interpretación por presentar los atributos opuestos a los del genio de Brooklyn.
Cuando Visconti posa su mirada en él, destaca su altura –en apariencia demasiada para dar vida a un muchacho de 14 años– y su incontestable belleza. Le piden que se ponga de perfil, que camine en círculos por la habitación y que se quite la parte de arriba y sonría a la cámara. Parecía frágil y "eso queda hermoso en una película pero se debe tener mucho cuidado al tratar con niños así", destacaba entonces Margareta Krantz, la directora de casting.
Tras el apoteósico estreno en Cannes el 1 de marzo de 1971 y el bautismo oficial del actor como "el chico más bello del mundo" durante la rueda de prensa que concede Visconti, surge en realidad su popularidad, su corpórea perfección se cataloga y comercializa a partir de ese momento y estalla una demencial locura colectiva hacia su rostro que se traduce en continuas portadas de periódicos y revistas con su nombre, cartas de amor extremadamente largas de fans embriagados por el fantasma de la idealización e incluso pequeños y rocambolescos pinitos como cantante pop en Japón.
Cincuenta años después de su rutilante y desgraciada integración en el expositor de las vanidades durante la década de los 70, la vida de este hombre sensible, melancólico y provectamente hermoso (esa belleza sacerdotal de druida que presentaba en la actualidad propició su última aparición en el cine con "Midsommar") había pasado por diferentes estadios de dolor consumado como el traumático suicidio de su madre cuando él tenía diez años, el fallecimiento por muerte súbita de uno de sus hijos con apenas unos meses de vida, la disolución posterior de su matrimonio, problemas de alcoholismo y depresión, aturdimiento existencial casi perpetuo y una errática sensación siempre constante de sordera intencionada hacia sus ambiciones y deseos. Ni siquiera ese empaque apolíneo con el que le bautizaron unos genes desconocidos –por parte de un padre al que nunca conoció– lograron salvarle de la tristeza del mundo. Tampoco de la muerte.
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