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Paul Schrader, en su jardín de las delicias

En «The Master Gardener», que la Mostra veneciana programó ayer fuera de concurso, el cineasta reorganiza un mundo que, en apariencia, no admite cambios
Joel C RyanJoel C Ryan/Invision/AP
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Es bonito pensar que Paul Schrader escribió el tramo final de su filmografía cuando ni siquiera había empezado a dirigir. Viendo «The Master Gardener», que la Mostra veneciana programó ayer fuera de concurso para celebrar el León de Oro a toda su carrera, es obvio que Schrader lleva unos años poniendo en práctica lo que predicó en «El estilo trascendental en el cine» (1972), su hermoso tributo, en forma de ensayo crítico, a las obras de Dreyer, Bresson y Ozu. Sus tres últimos largos, prácticamente idénticos en estructura dramática y en perfil psicológico de sus personajes, parecen imitar el modelo de Ozu, que siempre hizo la misma película con ligeras (y significativas) variaciones. Sus protagonistas son inevitablemente bressonianos, con el motivo de la escritura íntima («Diario de un cura rural») como estrategia narrativa. Y a Dreyer lo percibimos, como un perfume, en una revelación fugaz, en una mirada que reconoce la materia con que está hecha la experiencia.
«La jardinería es confianza en el futuro. El resultado siempre obedece a un plan», dice un horticultor de oscuro pasado (Joel Edgerton), que encuentra en el cuidado de las flores de los jardines de una gran dama (Sigourney Weaver) un motivo para resetear su vida. «The Master Gardener» es, en verdad, el jardín de Schrader, ese plan trazado con tiralíneas donde incluso el desorden –la llegada de la biznieta de la señora de la casa– cumple la función de reorganizar un mundo que, en apariencia, no admite cambios. Más laxa en sus catalizadores dramáticos que «El reverendo» y «El contador de cartas», más ligera y esperanzada, «The Master Gardener» no evita el comentario político –el Mal encarnado en los supremacistas blancos– ni renuncia a una austeridad formal que demuestra hasta qué punto Schrader ha depurado su estilo sin renunciar a mirarse en el de sus maestros.
En el cine de Schrader no hay ni una sola concesión a lo popular, todo lo contrario que en «Argentina 1985». Está claro que Santiago Mitre tiene como modelo el cine comercial americano –desde los clásicos del cine de juicios hasta el Spielberg de «Los archivos del Pentágono»– para celebrar el arranque oficial de la democracia argentina, cuando los responsables de los crímenes y torturas de la dictadura de Videla fueron juzgados, con Julio Strassera (Ricardo Darín) como fiscal acusador, bajo la presidencia de Raúl Alfonsín. Sin embargo, este cronista tiene la impresión de que un director tan dotado para revisar los clichés del cine político («El estudiante», «La cordillera»), siempre en connivencia con su espléndido co-guionista, Mariano Llinás («La flor»), ha sucumbido a una cierta telefilmización de su tema, se ha rendido a un triunfalismo idealista que, por ejemplo, nos ahorra, premeditadamente, las voces de los torturadores en el juicio. Si Strassera se convierte en héroe capriano, lo hace para que el filme repita un patrón que conocemos de memoria –David vence a Goliat, la justicia puede con las tenebrosas maniobras de un sistema que aún no ha arrancado sus malas hierbas–, y en el que echamos de menos algo de complejidad.

Adicta a los opiáceos

En otra lucha contra el sistema anda metida la fotógrafa Nan Goldin, que, después de convertirse en adicta a los opiáceos por culpa de la oxicodina y superar con nota el proceso de desintoxicación, decide convertirse en activista contra la empresa farmacéutica, propiedad de la familia Sackler, que ha provocado la muerte de 400.000 estadounidenses. Se da la circunstancia de que el apellido Sackler aparece asociado a los museos y galerías más importantes del mundo, porque son coleccionistas de arte y hacen sustanciosas donaciones, pero la obra de Goldin es muy codiciada por esas mismas instituciones. La fotógrafa inicia una cruzada personal que podría poner en riesgo su reputación y que Laura Poitras filma en «All the Beauty and the Bloodshed», otro ejemplo de apuesta por el argumento universal de David contra Goliat. Aquí se echa de menos más periodismo de investigación, más voces que complementen o discutan con el activismo de Goldin. La película alterna el relato de su lucha antisistema con un repaso por su apasionante vida contada por ella misma, con su voz quebrada y sus expresivas fotografías, y ahí sí que conmueve, no solo porque explica su visión del mundo, que atraviesa la médula espinal del «underground» neoyorquino y un carnaval de amistades a cual más pintoresca con una sinceridad apabullante, sino porque justifica, desde una rebeldía ontológica, la búsqueda de la justicia que ha consumido sus energías en los últimos años.
En «Monica» Andrea Pallaoro enfoca su retrato femenino del mismo modo en que lo hizo en la notable «Hannah», que le valió a Charlotte Rampling la Copa Volpi en 2017. Es decir, encierra el rostro y el cuerpo de la protagonista, una masajista transgénero (Trace Lysette, también productora del filme), en un encuadre tan claustrofóbico como intimista (en formato cuadrado, 1:1). Pero, al contrario que en «Hannah», atrapada en una tensión insoportable, «Monica» contiene la respiración del plano desde una plana monotonía. Se supone que esa contención formal y dramática se corresponde con la psicología secreta de un personaje que tiene que enfrentarse con sus problemas de identidad cuando regresa al hogar para cuidar a su madre enferma después de haberse desconectado de su familia años ha. Pallaoro rehúye el sentimentalismo, prefiere la sutileza de los gestos a la explicitud de las palabras, pero, al final, la ilegibilidad de Monica, todo lo que no sabemos de ella y de su relación con el mundo, dificultan que su proceso emocional, siempre subterráneo, tal vez clandestino incluso para sí misma, transcurra como detrás de un cristal infranqueable.