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"Lo que el viento se llevó" cumple 85 años: no me cancelen más

Sigue la polémica sobre si es necesario acompañar su visionado de explicaciones que nos protejan de su "peligroso" contenido

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En pleno siglo XXI, cuando el ciudadano occidental tiene a su alcance los conocimientos de más de tres mil años de historia, cuando el índice de alfabetización es el mayor conocido, la difusión de noticias la más rápida y la educación media superior a la de cualquier otra época… ¿Por qué nos invade la fiebre de calificar y acompañar con toda suerte de advertencias e incluso amonestaciones la recuperación de los clásicos del cine? ¿Es necesario que nuestras decisiones como espectadores (consumidores de entretenimiento y cultura) sean guiadas por prescriptores no tanto del gusto como de la moral, siempre vigilantes para que no malinterpretemos ciertas obras o nos dejemos llevar por su (supuestamente) perniciosa influencia?

Durante las últimas décadas, "Lo que el viento se llevó" ha sido objeto de reconvenciones políticas, sociales y morales, a veces justificables y necesarias, pero que han conducido inexorablemente al intento de su cancelación o censura, como cuando HBO la eliminó de su catálogo, para escándalo de un amplio sector crítico. Escándalo que, por fortuna, hizo dar marcha atrás a la plataforma, que restituyó el filme... Acompañado de una introducción a cargo de la académica afroamericana Jacqueline Najuma Stewart.

La “contextualización” de una obra se ha convertido en fórmula mágica para “permitir”, sin provocar dolores de cabeza a las nuevas (y algunas viejas) autoridades entronizadas desde las alturas para mediar entre público y producto, que sigamos disfrutando de películas y producciones culturales que ahora serían prácticamente imposibles no ya de estrenarse, sino de crearse.

Evitando con vericuetos semánticos y eufemismos la palabra “censura”, la reeducación sistemática del gusto, llevada a cabo desde las más variadas instancias del poder, a veces incluso con distintas tendencias ideológicas, está a la orden del día. Implica que podemos ver Lo que el viento se llevó siempre y cuando alguien de autoridad reconocida por quienes reconocen su autoridad (tautología que condimenta de totalitarismo emergente el guiso democrático), nos explique qué debemos saber y pensar sobre la película. No por nosotros mismos, sino por obra y gracia de esos supuestos árbitros del (dis)gusto, jueces, jurados y verdugos del pensamiento.

Pero, ¿quién vigila al vigilante? ¿Por qué hay tanto temor a que Lo que el viento se llevó provoque necesariamente lecturas racistas, misóginas o clasistas? Quizá, porque en lugar de seguir creciendo en pensamiento crítico, independiente, humanista y complejo, tal y como quisieron, en mayor o menor medida, todos los pensadores progresistas, desde anarquistas y comunistas a individualistas, liberales y libertarios, pasando por socialdemócratas de antaño, hemos abolido prácticamente las humanidades, la filosofía, el arte, la historia y las letras de nuestros planes de estudio. Las mismas disciplinas que nos ayudan a contextualizar las obras de arte por nosotros mismos, contrastándolas con las opiniones ajenas, con el conocimiento heredado, en constante intercambio de ideas, en perpetua dialéctica con nuestros contrarios, sin necesidad de mediadores autonombrados o nombrados como tales por un Gran Hermano sin rostro pero de infinitos tentáculos.

El texto está ahí. El contexto, también. Lo demás, es pretexto para sustentar el nuevo elitismo, justificando un analfabetismo digital que despoje implacable y voluntariamente al ciudadano del poco ejercicio de poder que aún le quedaba: el de ver las películas que quiera sin aguantar sermones ni regañinas de patio de colegio.