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Aniversario

Lo que la cultura debe a Franco (y al revés): del cine de propaganda a la caricatura pueril

Las películas siguen siendo espejo fundamental para mirar hacia el franquismo desde infinitos ángulos complementarios

Franco fue autor de la novela y el libreto para «Raza» (1941) Archivo

En un momento como el actual, donde la polarización ideológica experimenta un indeseado e indeseable renacer lleno de sentimientos y resentimientos a menudo impostados, repasar la relación del cine –arte, industria y entretenimiento por excelencia del siglo pasado, pero no de este– con el periodo franquista puede ayudarnos a poner las cosas en su sitio.

Como todo buen dictador del siglo XX, de Hitler a Kim Jong-Il o de Stalin a Mussolini, Franco fue un amante del cine que intuyó su potencial no solo para influir sobre la opinión pública, sino para crear una atmósfera social moldeada por los deseos y necesidades del Estado. De un régimen franquista fundamentado en un nacional-catolicismo burgués, clasista, castrense y reaccionario, que se alejó rápidamente de cualquier tendencia revolucionaria que oliera a nacionalsocialismo o fascismo (léase Falange), al tiempo que se posicionaba cual enardecido Guerrero del Antifaz frente a las hordas rojas, ateas, judeomasónicas y liberales con empeño inquisitorial. El cine ocuparía durante cuarenta largos años de dictadura un lugar esencial en la estructura de poder, propaganda y sustento del régimen. Es bien conocida la afición de Franco por el cine. Como escritor, bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, fue autor de la novela y del libreto para «Raza» (1941), curioso engendro dirigido por aquel excelente profesional que fuera José Luis Sáenz de Heredia, del que posteriormente ordenó eliminar todo lo que mostrara su simpatía entonces manifiesta por la Alemania nazi. No convenía molestar a Mr. Marshall, aunque pudiera pasar luego de largo. En El Pardo, el Generalísimo se dedicó con fruición a ver en privado unas 2.000 películas. Dos largometrajes por semana, además de aquellos «NO-DO» sobre los que ejercía control total y cuya servil finalidad no era otra que cantar las excelencias de una España que se dirigía triunfalmente hacia la prosperidad y, algo menos, hacia la modernidad. De forma parecida a otros dictadores del siglo de los totalitarismos, las películas favoritas del Caudillo eran comedias, dramas bélicos e históricos y westerns, con predominio de Hollywood. Siempre dobladas (esa monstruosidad franquista de la que no se ha deshecho la España democrática), y ocasionalmente en copias sin pasar por la censura, como el caso de «Gilda» (1946), que daría lugar a la esperpéntica «Madregilda» (1993) de Regueiro, con su caricaturesco Echanove en el papel de Franco. Que existió un «cine franquista», expresión directa de las directrices ideológicas, políticas y sociales del régimen lo muestran y demuestran las dos grandes compañías productoras de posguerra: Cifesa y Suevia Films, que facturaron con toda suerte de facilidades económicas superproducciones consagradas a cantar a nuestros héroes, patrióticos dramas religiosos, bélicos e históricos, ensalzando los valores nacional-católicos, así como musicales y melodramas folclóricos populares que, pese a sus finales aleccionadores, dejaban colarse a menudo elementos exóticos, excéntricos y hasta eróticos contrarios a su función propagandística acorde con la ideología franquista. El ethos popular esquivaba la censura eclesiástico-política.

Carmen Maura y Andrés Pajares en «¡Ay, Carmela!»Archivo

Pero aparte de esta industria nacional casi nacionalizada al servicio de la dictadura fueron estableciéndose y gozando de éxito productoras independientes como Salamandra, Producciones Verona, Documentos S. A. o Profilmes, que propiciaron una auténtica edad de oro de un cine español con cierto sesgo antifranquista o, al menos, abiertamente crítico. De «Vida en sombras» (1949) de Llobet a «Muerte de un ciclista» (1955) de Bardem –producida por Suevia Films– pasando por «Surcos» (1951) de Nieves Conde, «Mi tío Jacinto» (1956) de Vajda o «Amanecer en Puerta Oscura» (1957) de Forqué; de comedias negras como «El pisito» (1958) de Ferreri y Azcona y las colaboraciones entre este último y Berlanga, como «Plácido» (1961) o «El verdugo» (1963), a «La caza» (1966) de Carlos Saura o la Escuela de Barcelona, el cine del franquismo, que no franquista, brilló como nunca en términos cinematográficos y formales, beneficiándose de una industria y unos equipos técnico-artísticos equiparables a los de cualquier país. El cine de género, en especial el policial rodado en Barcelona y Madrid en los 50, los westerns coproducidos con Italia o el fantaterror ibérico, amparado por la Profilmes de Pérez Giner y el comunista Muñoz Suay, ofrecían alternativas comerciales que se escurrían entre los dedos de la censura, mostrando elementos estéticos e ideológicos ajenos cuando no opuestos. Durante el aperturismo tardofranquista llegaron a colarse verdaderos «topos» al calor del cine de género como «Una vela para el diablo» (1973) de Eugenio Martín, denuncia del fanatismo puritano del catolicismo más rancio, o «La cólera del viento» (1970) de Camus, paella western levantino y levantisco con citas literales de Durruti.

Escena de «Muerte de un ciclista», cinta producida por Suevia FilmsArchivo

Cincuenta años después

El medio siglo que nos separa de Franco es paradójica y tristemente medio siglo de decadencia cinematográfica para una España (y una Europa) en la que era mejor, más plural y crítico un cine contra las dictaduras de lo que es el actual cine nacido en libertad, fraternidad e igualdad democráticas. Cuando nuestro cine, desde la Transición, se ha enfrentado a la tarea de hacer crónica tanto de la Guerra Civil como de la inmediata posguerra y el franquismo, ha abundado siempre más en lo superficialmente ideológico que en las realidades históricas, potenciando una visión empobrecida que da por resultado obras mayormente mediocres lastradas por excesos doctrinarios. Pese a excepciones como «El espinazo del diablo» (2001) y «El laberinto del fauno» (2006), fantasías del mexicano Guillermo Del Toro; «Silencio en la nieve» (2012) de Gerardo Herrero, según el thriller de Ignacio del Valle, o comedias negras como «La vaquilla» (1985) de Berlanga, «Balada triste de trompeta» (2010) de Álex de la Iglesia o la simpática zombie movie «Malnazidos» (2020) de Ruiz Caldera y Alberto de Toro, la Guerra Civil apenas se ha sabido o querido explotar como escenario para un cine sin didactismo o partidismo, con perspectivas narrativas más ricas y complejas. Lo mismo vale para la posguerra, como el curioso policial «Muertos comunes» (2004) de Norberto Ramos del Val frente a un culebrón artificial y sentencioso como la vergonzosa «Madres paralelas» (2021) de Almodóvar.

La propia figura de Franco carece casi siempre de dimensión creíble o profundidad alguna, salvo casos aislados como la miniserie «Carta a Eva» (2012), del desaparecido Agustí Villaronga, donde fuera interpretado con propiedad por Jesús Castejón. Que Gómez Pereira con «La cena», donde el papel corre a cargo de Xavi Francés, quiera convencernos de que satirizar hoy a Franco es poco menos que «el último tabú» del cine español, después de esperpentos como «Operación Gónada» (2000), con el cómico Deltell en el papel del dictador, o «¡Buen viaje, excelencia!» (2003) de Boadella, con Ramón Fontseré como irascible, agónico e insufrible Franco, resulta tan cínico como poco atrevido.

«El verdugo», un ejemplo de colaboración entre Berlanga y AzconaArchivo

Ahora, cuando la censura es voluntaria y al totalitarismo se llama cancelación, el cine español es más cobarde y conservador que nunca bajo el disfraz de un progresismo que ha quedado, como aquellos burgueses inmovilistas de los chistes de Mingote, atrapado entre las rocas y ladrillos de una civilización en ruinas.

«Cabaret» y «Las noches de Cabiria», las favoritas del Caudillo

No sorprende que entre las películas favoritas de Franco estuvieran «Los diez mandamientos» (1956) de De Mille y el «Ben-Hur» (1959) de Wyler; «El Cid» (1961) de Anthony Mann, por triste que debiera resultarle la paradoja de que fuera un judío estadounidense el encargado de plasmar la epopeya medieval española por excelencia; «La cenicienta» (1950) y otros clásicos Disney; «Desde Rusia con amor» (1963) de Terence Young, uno de los mejores films-Bond... y uno de los más ferozmente anticomunistas (lo que no impidió nunca que las películas de 007 fueran también las preferidas de Kim Jong-Il), e incluso «El Padrino» (1972) de Coppola, curiosa visión de esos valores familiares promovidos por el régimen. Pero sí puede sorprender que entre sus preferidas estuvieran además «Cabaret» (1972) de Bob Fosse, musical filogay y anti-nazi por excelencia; o títulos de autor como «El manantial y la doncella» (1960) de Bergman, «Las noches de Cabiria» (1957) de Fellini y hasta el «Rashomon» (1950) de Kurosawa. En realidad, en esto, el Franco cinéfilo y dictador demostraba ser tanto lo uno como lo otro, considerando que aquellos filmes de «arte y ensayo» estaban bien para verlos él y su élite, pero no el público general, incapaz de asimilar sus complejidades, pudiendo llevarles su visionado a planteamientos y conclusiones contrarias a los valores patrióticos.