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Festival de Venecia

"Daaaaaalí!", un coitus interruptus en Venecia

Quentin Dupieux se empapa de la lógica surrealista para presentar fuera de concurso su nuevo trabajo con el genio español como pretexto

El cineasta francés Quentin Dupieux, el actor Edouard Baer y la actriz Anais Demoustier (de izda. a dcha.)
El cineasta francés Quentin Dupieux, el actor Edouard Baer y la actriz Anais Demoustier (de izda. a dcha.)Agencia EFE

Al francés Quentin Dupieux le gusta arrastrar las vocales. Después del jaleado grito de “Tooooooro” de “Mandíbulas”, “Daaaaaalí!” es el título de su última película. La sobredosis de “as” es, a la vez, una reproducción escrita del peculiar modo de hablar del pintor catalán y una manera de resumir la hilarante fiesta surrealista que vivimos los que tuvimos la suerte de asistir a su estreno, fuera de concurso, en la Mostra veneciana.

El punto de partida es, también, el de llegada, teniendo en cuenta que Dupieux exprime sus ocurrencias con la digresión como brújula, y con la convicción del que apunta sueños en una libreta en medio de la noche. “Me interesan las ideas que vienen de la nada o del cosmos”, contaba en rueda de prensa. “Mi método consiste en pescar en el subconsciente, sin que haya una reflexión previa”. La premisa, decíamos, es simple: una periodista (Anaïs Demoustier), que antes fue farmacéutica, ha quedado con Dalí para hacerle una entrevista. Y esa entrevista, como en los clásicos bucles sin fondo de las películas de Buñuel, siempre es un coitus interruptus.

“Daaaaalí!” empieza con una recreación del cuadro “Fuente necrofílica manando de un piano de cola”, pero la obra de Dali es lo de menos. “La película está llena de referencias a sus pinturas, pero el tema principal es su personalidad, su lenguaje, su manera de hablar”, explicó Dupieux. “Mi fuente de inspiración fue el personaje mediático. Conocí al personaje por sus apariciones en televisión antes que su obra”. La presentación en pantalla del pintor que se consideraba a sí mismo su mayor obra maestra, en un pasillo eterno que le mantiene durante minutos en la misma posición, sin avanzar, es una descacharrante síntesis del filme, que, paradójicamente, debe de ser el retrato más acertado, afilado, entrañable y patético de Dalí jamás filmado. Un retrato múltiple, reencarnado en cinco espléndidos actores que lo versionan como si fuera una canción pop, con sus palatales histriónicas, su voz engolada y su narcisismo cósmico: “Pensé que un solo actor era demasiado clásico y aburrido para encarnar la locura de Dalí, y un día, en el baño, se me ocurrió que lo mejor era representarlo como un monstruo de varias cabezas”. Dupieux se empapa de la lógica surrealista de los cadáveres exquisitos, los sueños en abismo y la repetición agramatical -por otra parte, tan afines a su cine- para facturar una película de una irresistible inteligencia, divertidísima, y que, además, celebra el cine como espacio de libertad donde el artista tiene la obligación moral de luchar contra la realidad como si esta fuera su peor enemigo.

A concurso, dos fracasos. La italiana “Lubo” denuncia el secuestro de niños gitanos perpetrado por la asociación Pro Juventute en pro del bien común. En Suiza, desde los años treinta hasta los setenta, y en teoría con intenciones filantrópicas, estos niños eran recolocados en hospicios u hogares de acogida para alejarlos de la vida nómada de sus familias. Lubo (Franz Rogowski), el padre de dos hijos robados, comete un crimen para recuperarlos después de quedarse viudo. La película de Giorgio Diritto cuenta, durante sus largas e innecesarias tres horas, cómo Lubo adopta una nueva identidad para restaurar lo que queda de su familia, y cuando no lo consigue, dedica sus esfuerzos a rehacer su vida y recrear lo que perdió. Rogowski es un actor magnífico, pero su magnetismo no es suficiente ni para explicar algunas incongruencias de su personaje -su facilidad para adaptarse a los hábitos de la alta sociedad siendo artista callejero- ni para sostener un relato con ínfulas de melodrama épico que, tal vez, hubiera funcionado mejor como miniserie televisiva.

“Holly” no era tampoco para tirar cohetes. Lo que sugiere la belga Fien Troch es que, si existieran las santas en los barrios de la periferia, serían las marginadas de la clase hasta que llegara el momento en que hicieran gala de sus poderes sanadores. Una mañana, Holly, que así se llama la protagonista, no va al instituto porque tiene un mal presentimiento, que se traduce en un incendio que acaba matando a diez alumnos. Pocos meses después, una profesora percibe que la presencia de la chica, sus abrazos y consuelos, obran milagros en una comunidad marcada por el duelo. Es una pena que la película no sepa muy bien qué hacer con su heroína durante el resto del metraje, porque en ella hay plantada la semilla de un discurso sobre la bondad y la fe en tiempos oscuros que podría haber crecido en direcciones más fértiles.

Perder la memoria

Todos somos memoria, pero lo que queda de ella puede ocupar el espacio de una habitación, mientras la cámara registra cómo una hija intenta que su madre anciana recuerde lo que fue, lo que sucedió, lo que pudo ser. En esa habitación sucede “Aitana”, el corto de María Alberti, hija de María Teresa León y Rafael Alberti, que ayer se presentaba en la sección Orizzonti. En la sencillez de sus imágenes, demuestra que el cine es y siempre será el archivo de nuestra identidad, ese “cerebro del mundo” (en palabras de Deleuze) donde aún es posible rescatar la memoria histórica y la memoria íntima en un solo gesto que impida que el tiempo lo borre todo, desmantele la habitación vivida, la posibilidad de una filiación y una transmisión.