El declive del
cristianismo marca la era contemporánea.
Decir en voz alta, en la actualidad, que se profesa la fe cristiana, sobre todo la católica, es un acto de valentía. El individuo se juega el señalamiento social, la apostilla de reaccionario, de desfasado o casposo, de enemigo de la ciencia y del progreso, de bobo que se pierde los placeres que ofrece la vida. Este sambenito comenzó con
la Revolución Francesa como parte de la guerra de religiones; es decir, del enfrentamiento entre Dios y el Estado, entre la idea religiosa y la idea de progreso. Aquellos jacobinos impulsaron el culto a la revolución, con sus ritos, santos padres, lugares de la memoria, «milagros» protagonizados por el pueblo, sagradas escrituras, su clero, fe y paraíso futuro.
Era una nueva religión, con su dosis de irracionalismo y apocalipsis, al decir de Renzo de Felice, de sacrificio y salvación, que debía acabar con la mayoritaria, la cristiana. Dios debía morir, porque, como escribió
Nietzsche en 1882, no podían existir la moral cristiana y las verdades eternas en competición con la moral pública creada por el Estado. Era preciso levantar otra creencia, la idolatría del Estado manejado por el clero de la religión del progreso. Era lo que decía
Cánovas en 1871, en el Congreso de los Diputados, cuando señalaba que los socialistas querían sustituir a Dios por el Estado y crear un «Dios-Estado» como ser todopoderoso, eterno y omnipresente, bajo la promesa de llevar a la Humanidad al paraíso.
Si el cristianismo había tenido éxito por dirigirse a los necesitados, era ahora el Estado, como señaló
Bakunin, quien ocupó su papel a través de la legislación.
Ese proceso, y siguiendo a Rousseau y su vulgata, debía tener toda la ingeniería social posible. Es esa línea que comienza en la Ilustración depositando en el Estado la solución a todos los problemas y acaba con
Mussolini diciendo: «Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado». En esa guerra de religiones, lo escribió el filósofo Eric Voegelin, solo podía quedar una, la religión secular, el estatismo fundado en la idea de progreso, que ocupó los instrumentos para la formación de la mentalidad social, como la educación. Jean de Viguerie recrea ese momento original, la «hora cero» que dicen ahora algunos historiadores, del inicio de esa guerra: la Revolución Francesa.
El profesor galo ha sido uno de los grandes especialistas en ese periodo. Se licenció en Historia en 1959, pasó por distintas plazas docentes hasta que recaló en la Universidad de Lille, al norte de Francia. Fue un estudioso de
la pedagogía. Así, publicó en 2011 «Los pedagogos: ensayo histórico sobre la utopía pedagógica» (Editorial Encuentro), en el que
aconseja volver a los métodos tradicionales, al libro, papel y lápiz, y aparcar las pantallas. Esto es justo lo que acaba de hacerse en Suecia. Reflexionó sobre la política de la Revolución Francesa en varias obras, de las cuales merece la pena señalar «Las dos patrias. Ensayo histórico sobre la idea de patria en Francia» (1998). En la obra señalaba que la Revolución crea una patria nueva basada en los derechos individuales como elemento de civilización e identidad propia, que convertían a Francia en la punta de lanza de la Humanidad.
Ese patriotismo, muy vinculado a la religión civil contemporánea, tuvo como consecuencia la unidad de los franceses en 1792 contra el invasor –entre ellos, los españoles del general Castaños que invadieron el sur de Francia– y la «Unión Sagrada», la alianza política y sindical en 1914, para defender su «civilización» frente a la «barbarie» alemana.
El origen de estas conclusiones está en una de sus grandes obras, «Cristianismo y Revolución» (Editorial San Román, 2023), que reúne cinco lecciones dictadas a sus alumnos universitarios. Tuvo que causar cierto revuelo en su día porque fueron pronunciadas en medio de los fastos en conmemoración de los 200 años de la Revolución. La estructura es clara. Primero explica la situación religiosa de Francia antes de la Revolución para, a continuación, contar el surgimiento de la «Nueva Iglesia» y describir la guerra religiosa. La práctica religiosa en Francia antes de 1789 ganó en calidad y profundidad, escribió Viguerie, y los noviciados y seminarios seguían llenándose.
Sin embargo, los filósofos del siglo XVIII crearon un Dios alternativo, la Razón, que podía explicar el mundo y para lo cual ridiculizaron el cristianismo. La sociedad, dijeron los racionalistas, estaba mal construida y peor orientada, sumergida en la oscuridad que la luz de la Ilustración iba a cambiar. El pueblo debía separarse del «fanatismo» cristiano y creer en una religión civil, escribió d’Holbach, tener su propia religión y su Iglesia, pidió Voltaire.
Debía haber una «profesión de fe civil», según Rousseau, que estuviera, apuntó Raynal, al «servicio del Estado», el nuevo creador del paraíso en la Tierra.Estos filósofos no eran antirreligiosos, sino anticristianos, dice Viguerie, porque querían el establecimiento de otra religión. El poder propagandístico de los filósofos fue enorme, y para 1789 los franceses manejaban mayoritariamente una imagen de la Iglesia como «inhumana y ridícula». La defensa de los religiosos fue ineficaz. Viguerie no se contiene a la hora de criticar a aquellos «apologetas» que, en lugar de echar mano de
Santo Tomás y de la filosofía, solo dieron argumentaciones religiosas sentimentales. La Iglesia no debía ser tan poderosa como la pintaron los filósofos cuando «trece siglos de existencia» no aguantaron dos años de Revolución, escribe Viguerie. Entre 1789 y la proclamación de la República, en 1792, se construyó la «Iglesia de Francia», no de Roma, ni católica, sino al servicio del Estado. Se hizo a través de la legislación controlando las órdenes religiosas, poniendo sus bienes «a disposición de la nación», y convirtieron a los curas en funcionarios con la Constitución Civil del clero en 1790.
Ya dependía la Iglesia del Estado; es decir, del Gobierno que tuviera las instituciones en su poder. Luego llegó esa República de girondinos y jacobinos dispuestos a emprender una nueva era de la Humanidad y forjar un «hombre nuevo», el concepto totalitario por excelencia. Su religión era la República, que era lo mismo que decir el Estado. El año II, se lee en la obra de Viguerie, fue el de la «descristianización sistemática». Se hizo proscribiendo a los llamados sacerdotes «refractarios» –los que no dejan pasar las luces son los que las refractan–. Prohibiendo el culto, además, y con «el Dios de los cristianos (...) fuera de la ley», el cristianismo «se borró del paisaje y de la vida cotidiana» para no dejar rastro público. A esto se sumó el exterminio de los católicos de La Vendée. Fue una auténtica cultura de la cancelación, diríamos hoy, más un genocidio.
El fin del Terror inició una tregua para la persecución religiosa. La ley de 21 de febrero de 1795 (3 de ventoso del año III) separó la Iglesia del Estado en Francia, reanudándose el culto público bajo vigilancia. No obstante, el clero queda sometido a la legislación y al culto al Estado revolucionario. Las Fiestas Cívicas tenían más importancia que las religiosas, como el dogma republicano y la moral pública definida por el Estado. La sacralización había cambiado de objeto: ya no era Dios ni su Iglesia, sino el Estado y su Constitución. Todo quedó regulado en el Concordato de 1801, con el que la Iglesia aceptaba la situación creada en 1789. El resultado de la Revolución, cuenta Viguerie al final de su libro, fue la ruptura del «acuerdo de compromiso» entre dos «poderes contradictorios», el Estado y la Iglesia. Se inició así un proceso de «descristianización» consistente en sacar a Dios de la mentalidad del europeo y sustituirlo por el Estado y la patria. En definitiva, estamos ante una obra muy útil para pensar la situación actual de Occidente.
El combate jacobino de Robespierre
Viguerie cuenta con detalle la fiesta del Ser Supremo establecida por Robespierre. Este jacobino intentó combatir el ateísmo de girondinos, hebertistas y del mismo Fouché. Pensaba que el hombre vivía mejor con una religión, y si ésta estaba ligada al Estado, la patria y la república, sería un gran servicio al país. Robespierre criticaba a los que «so pretexto de destruir la superstición» sembraban el ateísmo, y, con él, el relativismo. El Comité de Salud Pública planteó el año II una fiesta dedicada al «Eterno» porque su «imagen consoladora» no la habían conseguido «eliminar del pueblo» los hebertistas. Era necesario, explicó Robespierre, restaurar una moral para evitar la degradación de la sociedad. Sin la idea del Ser Supremo y la inmortalidad del alma no había justicia ni, por lo tanto, «una idea social y republicana». Sin embargo, ese nuevo culto suponía un rechazo al cristianismo y su sustitución por oficios públicos del Estado. Fue así, al decir de Viguerie, que «los descristianizadores habían sacralizado la política».