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Los dos amantes que pusieron en jaque a Hitler

Harro Schulze-Boysen ya había derramado sangre en la lucha contra el nazismo cuando Libertas Haas-Heye y él iniciaron su romance arrollador. Una vez juntos, su historia se movió entre el amor y la batalla en las sombras para vencer al tirano del Führer
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La Razón
  • David Solar

    David Solar

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Hay mucho escrito sobre el espionaje dentro del Tercer Reich. Desde hace 70 años se lleva escribiendo sobre «La Orquesta Roja» –que contó con más de un millar de colaboradores y quinientas emisoras informando a Moscú desde toda la Europa– o sobre la «Rosa Blanca» o sobre la Operación Valkiria o a cerca de la influencia que algunos agentes tuvieron en la guerra: desde Tokio, Richard Sorge ayudó a Stalin a salvar Moscú en el invierno de 1941; desde Londres, Juan Pujol («Garbo») desorientó a Hitler sobre los planes aliados tras Normandía (1944); desde Suiza, Rudolf Rösler (Lucy) proporcionó a Moscú información continua sobre la Wehrmacht; desde Múnich, los estudiantes de «La Rosa Blanca» trabajaron en el desprestigio nazi; Virginia Hall fue la pesadilla nazi en Francia.
Y ahora nos llega el caso de la pareja Harro Schulze-Boysen y de Libertas Haas-Heye, amantes y esposos que trabajaron contra el nazismo desde la llegada de Hitler al poder en diciembre de 1933 y que, tras el ataque nazi a la URSS, se convirtieron en fuente informativa de primer orden para Moscú. Norman Ohler, en «Los infiltrados. La historia de los amantes que guiaron a la resistencia alemana» (Crítica) se refiere a ellos como «Dos personas que lucharon contra la dictadura durante muchos años» alrededor de las que «se formó un círculo de más de cien personas, una enigmática red que aglutinó casi al mismo número de hombres que de mujeres lo que la convierte en una agrupación única. Es la historia de unos jóvenes que, por encima de todo, querían vivir –y amar– aun cuando la época que coincidió con los mejores años de sus vidas estuviera marcada por la muerte».
Harro Schulze-Boysen (1909-1942) surgió de una familia de la alta burguesía alemana (marinos y banqueros), tuvo una formación en consonancia y la posguerra le inició en la lucha política contra la ocupación francesa del Ruhr (1923) que originó su detención. Para alejarlo de ese ambiente combativo sus padres le distrajeron con viajes de estudio por Suecia y Gran Bretaña, que le proporcionaron cultura cosmopolita, interés por el comunismo, rebeldía contra todo convencionalismo social y una formación política redondeada en las facultades de Derecho y Ciencias Políticas y todo tipo de cenáculos intelectuales y artísticos.
Harro se integra en la revista «Gegner» («Adversarios») y se convierte en su editor; allí colaboraban librepensadores, artistas expresionistas e intelectuales variopintos. Desde «Gegner» observa asombrado el crecimiento nazi y el acceso a Hitler al poder y decide conocer su ideología. Estudia discursos y lee «Mein Kampf», concluyendo que se trata de un «revoltijo de tópicos» sin ideas originales: «No hay nada más que tonterías». Harro advirtió los tópicos y las tonterías y, con su audacia juvenil, se permitió despreciarlas sin advertir la ponzoña contagiosa que destilaba.
Lo iba a experimentar pronto: el 26 de abril irrumpieron las SS en la sede de «Gegner» y parte de la redacción, con Harro a la cabeza, terminó en sus celdas secretas y molida a palos. Harro logró la libertad cinco días después gracias a influencias familiares y las simpatías clasistas de varios SS: «¡Pero hombre, si tú eres de los nuestros! ¡Te queremos en nuestras filas!», le dijo alguno de sus interrogadores y para recordárselo le tatuaron a punta de cuchillo sendas esvásticas en los muslos. Vistos los dientes del lobo, adoptó una actitud más cautelosa: aceptó la sugerencia paterna de ingresar en la Aviación, realizó cursos de pilotaje y de especialista en observación aérea naval e ingresó en el Ministerio del Aire como ayudante del jefe de información sobre inteligencia naval.
En esa época, mientras pescaba en el lago Wannsee, tuvo el flechazo de su vida: vio tomando el sol sobre un yate a una preciosa joven, Libertas Haan-Heye (1913-1942), con la que se casaría dos años después, en un matrimonio «tan abierto en sus relaciones sexuales como comprometido en la lucha contra el nazismo». Libertas, cuya familia pertenecía a la nobleza, trabajaba como jefa de prensa en la Metro Goldwin Mayer, lo que amplió considerablemente el círculo conspirador que soñaba con minar al nazismo desde dentro.
Durante la Guerra Civil Española Harro se compromete más: envía a la embajada soviética en París un sobre con los planes de desarrollo de la Luftwaffe, de los Panzer y el interés de Hitler por una base submarina en las Canarias (Plan Félix). La misiva llegó a su destino, pero fue detectada por la Gestapo y Harro tuvo que extremar sus precauciones. Iniciada la Segunda Guerra Mundial ascendió a teniente y pudo disfrazar sus actividades tras su trabajo con la prensa extranjera. Su gran oportunidad llegó con los preparativos del ataque a la URSS, en 1941, y se prolongó hasta la Operación Fall Blau en el verano de 1942, que arrolló al Ejército soviético en Ucrania-Cáucaso, hasta Stalingrado. Harro fue trasladado a la sede de operaciones de la Luftwaffe, cerca de Potsdam, en otoño de 1940 y por sus manos pasó mucha información sobre la Operación Barbarroja: fotografías aéreas de puertos, aeropuertos, nudos ferroviarios y centros industriales...
Todo ello, junto con las informaciones reunidas por su amigo, el economista Arvid Harnack, terminó en la embajada de la URSS en Berlín. Hasta finales de marzo de 1941, Proporcionó informaciones de manera indirecta, pero a finales de marzo comenzó a cooperar con un miembro de la embajada, Aleksandr Korótkov, al que suministró los planes de la Luftwaffe para destruir los enlaces ferroviarios soviéticos, una información vital que la ceguera del Kremlin desperdició. En abril Korótkov entregó al grupo un equipo de radio. En junio, Harro facilita los últimos planes sobre el ataque. La información llegó al Kremlin el 17 de junio y Stalin la rechazó despectivamente: «¡Propaganda! ¡Intoxicación!»; y anotó al margen: «Envíen a su informante del Estado Mayor de la Fuerza aérea alemana con la puta de su madre».
Tras el ataque alemán se cerró la embajada soviética en Berlín y Moscú echó en falta las informaciones de Harro por lo que en octubre de 1941 envió un agente a Berlín para conectarlo con la Orquesta Roja («Die Rote Kapelle») dirigida por Leopold Trepper. El sistema seguido dejó un rastro que sería fatal para los activistas. Pero antes pasaron diez meses en los cuales se efectuaron decenas de transmisiones con cuanto pasaba por su oficina y, al tiempo, hizo circular por Berlín varios panfletos sobre el futuro que le esperaba a Alemania cuando se derrumbe el nazismo y miles de pegatinas se aparecieron en las fachadas de la ciudad hablando del «paraíso nazi» y millones de hojas volanderas contaron las atrocidades que se estaban realizando con los judíos y los prisioneros de guerra.
Pero el tiempo se acabó: un agente que intervino en la conexión con la Orquesta Roja fue capturado en Bélgica y confesó las claves de los mensajes en los que aparecieron pistas claras sobre Harro, Libertas y el resto de los miembros del grupo más significados. La Gestapo los siguió durante dos semanas, comprobó sus movimientos y conexiones y el 31 de agosto detuvo a Harro y, en cascada, a otros 150, algunos solo con relaciones tangenciales. Harro, al que se le acusó de haber filtrado al enemigo sesenta documentos secretos y de numerosas actividades contra el Estado, fue condenado a muerte, lo mismo que 34 de sus colaboradores. Todos ellos fueron ejecutados por ahorcamiento o decapitación entre el 22 de diciembre de 1942 y el 5 de agosto de 1943.
Norman Ohler llena un importante vacío en la historiografía de un movimiento que el nazismo no solo exterminó, sino que, además, trató de borrar de la Historia, sin que los que allí entregaron su vida hayan visto suficientemente honrada su memoria.
  • «Los infiltrados. La historia de los amantes que guiaron a la resistencia alemana» (Crítica), de Norman Ohler, 448 páginas, 21,90 euros.
CEGUERA SOVIÉTICA
El 21 de junio de 1941, el jefe de los servicios secretos soviéticos, Lavrenti Beria, envió esta nota a Stalin: «Vuelvo a insistir en que se destituya y castigue a nuestro embajador en Berlín, Dekanozov quien sigue bombardeándome con informes falsos sobre un ataque a la URSS que, supuestamente, está preparando Hitler. Ha comunicado que la ofensiva comenzará mañana (...) Lo mismo ha telegrafiado el mayor general V. I. Tukipov, agregado militar en Berlín, quien asegura que tres grupos de Ejércitos de la Wehrmacht atacarán Moscú, Leningrado y Kiev (...) Pero yo y mi gente, Iósif Vissariónovich, nos mantendremos inquebrantablemente fieles a tus sabias previsiones: Hitler no nos atacará en 1941». Horas después, en la madrugada del 22 de junio, la Wehrmacht lanzó contra la URSS el ataque más formidable de la Historia: cuatro millones de soldados, cuatro mil aviones, cinco mil blindados, cincuenta mil cañones…