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James Holland

Cómo era vivir y morir en un tanque (aliado) de la Segunda Guerra Mundial

El historiador James Holland recrea la historia de los Sherwood Rangers, la unidad blindada inglesa más célebre de la contienda de 1939 y describe cómo era luchar dentro de un carro de combate

Unos soldados preparan comida y bebida junto a un tanque Ático de los Libros

El tanque explotó, la torreta, de ocho toneladas, saltó por los aires elevándose varios metros, y el blindado se convirtió en una inmensa bola de fuego. «El carro estaba cargado de combustible y munición y, con el impacto, directo, posiblemente procedente de un lanzagranadas antitanque, ardió al instante. Los cuerpos quedaron carbonizados y tardaron tres días en recuperarlos porque estaban mezclados con el hierro incandescente y había que esperar a que la carrocería se enfriara. Las altas temperaturas fundieron la carne de todos los miembros de la tripulación y era imposible distinguir a uno y otro. El capellán reunió lo que quedaba de ellos y les dio una sepultura lo más digna posible».

James Holland publica «Hermanos de armas» (Ático de los libros), un volumen donde da cuenta de la aventura bélica de los Sherwood Rangers, el regimiento británico de blindados más famoso de la Segunda Guerra Mundial, y una obra que discurre por el delicado filo que separa el heroísmo y el horror: a un lado quedan las gestas de unos hombres que desembarcaron con sus carros de combate el Día D, en medio del oleaje que batía Gold Beach y un incesante castigo procedente de la artillería alemana, y que la historia les reservaba el honor de convertirse en los primeros ingleses en penetrar en territorio alemán. Al otro lado, está la experiencia de unos hombres que vivían y morían en el interior de sus vehículos, en las peores condiciones posibles y que arrastrarían secuelas de lo vivido durante el resto de sus días. «Si uno pertenecía a este destacamento, lo normal es que fuera alcanzado por lo menos una vez. Lo más corriente es que resultaras herido, grave o leve, o que murieras. Todo era cuestión de suerte».

Una columna de tanques Sherman avanzan hacia su meta: entrar en AlemaniaÁtico de los Libros

El historiador destruye el mito sobre los tanques como unas máquinas inexpugnables y temidas, y da una visión muy distinta: duras y potentes, pero también frágiles y muy expuestas. Los hombres al cargo de los tanques apenas veían lo que sucedía a su alrededor; estaban al arbitrio de los lanzagranadas y, si, por casualidad, se les ocurría asomar la cabeza por la escotilla para mirar lo que ocurría, lo más plausible es que un francotirador los matara. Necesitaban el apoyo de la infantería para ver, para orientarse y para avanzar con seguridad en el terreno. A pesar de eso, en su blindaje siempre repiqueteaba un constante sonido de balas o de la metralla que dejaban las bombas que explotaban cerca de ellos.

En el punto de mira

Y eso no era todo. Durante el día padecían temperaturas insoportables y, por la noche, el frío los congelaba. Si decidían bajarse para preparar un té y relajarse, era posible que los abatiera el enemigo (hubo un elevado número de bajas por su determinación de cumplir con la hora del té), y las misiones los obligaban a exponerse en campo abierto, donde resultaban una presa fácil y atractiva. Estos hombres, que en ocasiones adoptaron actitudes extravagantes (estar expuesto a la muerte las veinticuatro horas moldea comportamientos imprevisibles), estaban obligados a vivir encerrados en una reducida lata donde apenas cabían. Un verdadero ataúd de hierro. Estaban condenados a desenvolverse ahí, en un espacio minúsculo, donde se golpeaban la cabeza sin cesar; a todos les hería la piel y respiraban un ambiente sobrecargado con un olor mezcla de combustible, sudor, aceite, pólvora y comida recalentada en platos y latones. Nunca se bañaban, apenas se cambiaban de ropa y orinaban en las vainas de los proyectiles.

Además, por si fuera poco, sus tanques eran los célebres Sherman, conocidos entre los combatientes como cajas de fósforos, por su facilidad para prender. Un arma con muy mala fama, pero que James Holland redime y hasta considera un blindado eficiente. «Esa mirada proviene de los soldados aliados. Ellos veían enfrente un Tiger, una máquina enorme, y consideraban que sus tanques eran una basura. En ese momento, no pensaban en la maniobrabilidad que poseía el Sherman, lo versátiles que eran y el alto número de tanques que sumaban juntos. Es cierto que el Tiger poseía una potencia enorme, pero esos enfrentamientos cara a cara se dieron muy poco».

John Bennett toca el acordeón para distraer a sus compañeros durante un descansoÁtico de los Libros

Holland destaca que los cañones de los carros aliados no iban a la zaga, que disparaban siempre los primeros y muchas veces, que eran más ligeros (algo que les permitía vadear ríos en los puentes que tendían, algo que, por su peso, el Tiger no podía), que eran más rápidos y que eran muy sencillos de reparar. Pero hay más. «Uno de los problemas cruciales de Alemania es que era una sociedad poco motorizada. La mayoría no sabía conducir. En cambio, en EE UU, sí. Cuando tienes que crear un ejército, eso facilita las cosas. Traes a esas personas y enseguida se familiarizan con la caja de cambios de los tanques, que en los Sherman era sencilla. En 1939, en Alemania, había pocos conductores y muy pronto muchos habían muerto o habían caído prisioneros. Entonces les das a adolescentes de 18 y 19 años un Panzer con una caja de cambios muy complicada. Eso no puede salir bien y no salió bien. Aparte, el 50 por ciento de los Tiger tenían fallos mecánicos y tuvieron que salir del combate por eso. Eran máquinas intimidantes, pero no cumplían su propósito. Un Sherman, sí. Y cuando piensas en la guerra, los números lo son todo. Lo importante no era tener el mejor tanque, sino el tanque más adecuado. Y ahí el Sherman ganaba».

Los problemas de la vuelta a la vida civil

Holland no oculta las consecuencias que arrastraron estos soldados. «Sí, tuvieron problemas la mayoría de ellos al retornar a su vida civil. Les afectó a todos. El comandante John Semken tuvo después una carrera. Se graduó en Oxford, se licenció en Derecho, se casó y tuvo dos hijos, pero a pesar de eso eran patentes las secuelas que le dejó su participación en la guerra. Stanley Christopherson vivió siempre con momentos de oscuridad. Todos ellos tuvieron que enfrentarse a enormes desafíos; George Dring, que destruyó cinco Panzer en un solo día, después de la guerra sufrió agorafobia, tenía miedo a salir de noche, como la mayor parte de los soldados».

Holland recuerda que al final, estos hombres descubrieron lo nunca imaginado: el Holocausto, una cicatriz más que añadir a su memoria. «Seguramente no se sabía a gran escala, pero se podía aventurar lo que estaban haciendo los alemanes, sobre todo por cómo los nazis se comportaban en Alemania. Churchill decía que si los aliados ganan, el mundo recobrará a sus cabales, pero que si gana el Eje, el ser humano entrará en una edad oscura porque la ciencia moderna se sumaría a su ideología. Se sabían los asesinatos que estaban haciendo los nazis y, ahora, existe una corriente de historiadores que aseguran que Churchill todo lo hizo por egoísmo. Pero si ha habido una guerra con un componente de cruzada, esta es la Segunda Guerra Mundial. A un lado están los aliados, que también tuvieron su lado cuestionable, como los bombardeos estratégicos sobre las ciudades, pero que, en definitiva, el bien estaba de su lado. Enfrente tenían el nazismo y la visión japonesa. El holocausto no fue la razón para ir a la guerra, pero los nazis representaban una amenaza, planteaban un peligro, del que nadie podía escapar. Era una guerra sobre el bien y el mal, y esto estuvo presente desde el inicio».

  • 'Hermanos de armas' (Ático de los Libros), de James Holland, 696 páginas, 34,95 euros.