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Historia

El histórico desencuentro entre Unamuno y Gaudí

El poeta y amigo de Gaudí, Joan Maragall, fue el artífice de la reunión entre ambos talentos de la historia de España

El filósofo Miguel de Unamuno en una imagen de sus últimos años rodeado de libros
El filósofo Miguel de Unamuno en una imagen de sus últimos años rodeado de libroslarazon

La fecha: 1911. Unamuno saludó a Gaudí sin quitarse el sombrero, en un gesto considerado una falta de respeto; mientras, el arquitecto se dirigió a él en catalán.

Lugar: Barcelona. Gaudí le reprochó a Unamuno que eludiera las matemáticas, pues así no podría ser buen filósofo porque en la Grecia clásica los pensadores dominaban esa ciencia.

La anécdota.Durante su tensa visita a la Sagrada Familia, Unamuno repitió tres palabras nítidas pronunciadas con un fuerte acento vasco: «No me gusta..., no me gusta».

El director de orquesta Xavier Güell, discípulo de grandes maestros como Leonard Bernstein o Sergiu Celibidache, pero ante todo descendiente directo de Eusebio Güell, el gran mecenas de Antoni Gaudí, aludía en su obra «Yo, Gaudí» a un importante desencuentro entre Miguel de Unamuno y el arquitecto que muchos autores han escatimado o simplemente disimulado.

El poeta y amigo de Gaudí, Joan Maragall, fue el artífice del encuentro entre ambos talentos, celebrado en 1911. Anhelaba Maragall que Unamuno conociera la gran obra de la Sagrada Familia y a su autor, y que éste a su vez entablase contacto con quien él consideraba la mejor mente del país. Pero del desencuentro ya se encargaron luego los dos genios de la cultura. El arquitecto había leído, eso sí, «Vida de Don Quijote y Sancho» y le había gustado, pero nada más.

Maragall y Unamuno se habían citado con Gaudí y su colaborador Jujol frente a la fachada del Nacimiento, a las 11:00. El arquitecto les aguardó alrededor de media hora, lo cual le pareció una falta de puntualidad intolerable, una eternidad para un hombre de prusiana disciplina como él, y regresó a su taller para proseguir con su trabajo, encargándole a Jujol que los recibiera. A su llegada, poco después, le encontraron los tres reconcentrado en su estudio. Maragall se disculpó por el retraso y le presentó al «Princeps Intelligentia».

¿Traductor? No, gracias

Unamuno le saludó sin quitarse el sombrero negro, gesto inusual en la época y sinónimo de falta de respeto, vestido con traje oscuro, discreto pero muy bien cortado. Gaudí se dirigió a él en catalán, mientras Maragall se ofreció a ejercer como traductor, pero Unamuno le dijo que no era necesario porque le entendía bien. Bajaron a la cripta, según cuenta Xavier Güell. Iban uno al lado del otro: Jujol a la izquierda, los dos visitantes en el centro, y Gaudí a la derecha. Unamuno se detuvo ante el retablo de Llimona en el altar central y pidió que le dejaran contemplarlo solo.

Antoni Gaudí
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Poco después, Maragall le preguntó si creía que la obra arquitectónica respiraba el espíritu de la naturaleza, pero éste no respondió. Se palpaba cierta tensión en el ambiente. Al fin, el autor de «Niebla» rompió su silencio para preguntarle a Gaudí si no se cansaba de «tanto monismo» y si coincidía con él en que se apreciaba allí cierto antagonismo entre Dios y la naturaleza. El arquitecto negó y la atmósfera se tensó aún más.

Al rector de la Universidad de Salamanca nunca le atrajo el Modernismo, ni en las letras ni en el arte. Preguntó a Gaudí en qué se inspiraba para conseguir aquellas formas y éste le respondió que en las matemáticas. Unamuno le confesó que nunca había entendido el arte como números y que de eso sabía poco. Entonces, Gaudí le reprochó que eludiera las matemáticas, pues así no podía ser buen filósofo porque en la Grecia clásica todos los pensadores dominaban esa ciencia.

Llegaron los cuatro al ábside y Gaudí les mostró sus innovaciones en el altar mayor y la decoración escultórica. Observaron también las columnas de la nave central y sus ramificaciones en las bóvedas. Unanumo caminaba delante de ellos y lo que antes eran murmullos se tornaron entonces en tres palabras nítidas pronunciadas con un fuerte acento vasco: «No me gusta..., no me gusta», repitió.

Entonces repiquetearon las doce campanas del mediodía interrumpiendo el combate dialéctico, en un gesto de la Providencia. Lo que a continuación sucedió fue magistralmente descrito por Rafael Marquina en el número 78 del semanario «La Gaceta Literaria», publicado el 15 de marzo de 1930: «Súbitamente –escribía Marquina–, una campanita oculta y estremecida suena el Ángelus, dando así un sentido a las nubes naranja del crepúsculo. Don Antón se descubre, e interrumpiendo la réplica, reza, recogido y devoto. Don Miguel, de pie a su lado, le contempla mudo y grave. Termina don Antón sus oraciones y exclama, cubriéndose de nuevo: ‘‘¡Laus Deo! Bones tardes tinguin’’. He aquí que el diálogo ha muerto. Un aire misterioso, que viene de las entrañas mismas del mundo, parece agitar las palmas de piedra. Don Miguel, que lee en el fondo de las almas, no pronuncia una palabra más. ¿Hasta dónde aquella página viva habrá influido en el poema vivo de su alma?».

El periodista José Tarín Iglesias lo vio todo de otro modo. Para él, aquel desencuentro había sido «una de las cosas más bellas, más emocionantes que ha producido la inteligencia humana», dijo.

ALFONSO XIII Y LAS ALTURAS

►Alfonso XIII visitó la Sagrada Familia durante su viaje a Manresa tras las catastróficas inundaciones registradas en esta localidad en 1908. Poco después, el monarca se acercó a Barcelona acompañado del presidente del Consejo de Ministros, Antonio Maura. Asistieron primero juntos a un «tedeum» de acción de gracias en la cripta de la Sagrada Familia y a continuación recorrieron las obras del templo. En el recinto interior, Alfonso XIII preguntó a Gaudí la altura que alcanzaría la iglesia que estaba construyendo entonces. Al oírla, el monarca repuso, asombrado: «¿Por qué tan alta?». Y eso que Gaudí ignoraba entonces que la Sagrada Familia se convertiría en la iglesia más elevada del mundo en 2026, con sus ciento setenta y dos metros de altura, según las intenciones de sus continuadores. Pero el arquitecto se apresuró a responder al rey: «Porque al levantarla, con la cruz de su cúspide, quisiéramos besar el cielo», defendía.