Historia
Comprando lealtades en la Iberia medieval
En la segunda mitad del siglo XIII, la península ibérica asistió a un cambio drástico en la forma de hacer la guerra que allanó el camino a la semiprofesionalización de los ejércitos.
Durante buena parte del Pleno Medievo, la práctica común había sido la de que, ante la necesidad o voluntad de acudir a la guerra, el rey convocaba a la nobleza y esta, conforme a sus compromisos de carácter feudovasallático (su juramento de fidelidad al rey), estaba obligada, al menos teóricamente, a prestar servicio. El noble armaba y movilizaba, a su propia costa, a sus ejércitos personales (sus huestes) y las ponía al servicio del rey. El propio noble se ponía al frente de sus propias huestes y por tanto participaba asimismo en estas campañas. Como contrapartida por estos servicios, recibía una serie de recompensas, que podían adoptar la forma de privilegios, botín de guerra y, por encima de todo, nuevos señoríos o territorios –de entre aquellos arrebatados al enemigo– que les eran entregados o confiados para su administración y explotación.
Ahora bien, tras la conquista de Sevilla en 1248, la llamada Reconquista echó el freno, y Al-Ándalus quedó reducido al pequeño reino de Granada, cuyas fronteras apenas sufrirían modificaciones a lo largo de más de dos siglos. De resultas, de la noche a la mañana desapareció la principal contraprestación de los nobles, esto es, la entrega de territorios. El rey ya no podía recompensar a sus nobles como lo había hecho antes. Y, sin embargo, las guerras no cesaron. De hecho, en el periodo subsiguiente se multiplicaron los conflictos intestinos (dentro de cada reino) –que a menudo se expresaban en disputas sucesorias– así como las guerras entre los reinos cristianos –generalmente por problemas fronterizos–. Sin embargo, ni las unas ni las otras resultaban en la conquista de nuevos territorios.
Por tanto, los reyes seguían dependiendo, imperiosamente, del auxilio militar de la nobleza y, sin embargo, ya no podían recompensar sus servicios con la entrega de tierras; ya no podían “comprar” la fidelidad de los nobles con la entrega de nuevos señoríos. ¿Cómo solucionar esta paradoja? Durante la segunda mitad del siglo XIII asistimos a un fuerte crecimiento económico que se manifestó en un florecimiento de las ciudades y de sus mercados y en una expansión demográfica. Hacia el año 1300 Castilla contaba unos tres millones de almas, Portugal y Aragón un millón cada uno. Esto permitió a los reyes ampliar sustancialmente la recaudación fiscal y, por tanto, amasar una mayor riqueza. En paralelo, perfeccionaron sus instituciones de gobierno en lo que algunos historiadores denominan la transición de un modelo de monarquía feudal a otro de monarquía centralizada.
Esta nueva riqueza permitió introducir una novedad que resultaría decisiva: la monetización de las relaciones entre el rey y la nobleza, es decir, el pago de salarios a cambio de servicios. Las tradicionales obligaciones feudovasalláticas de los nobles para con la Corona no desaparecieron, pero, en paralelo, se establecieron una serie de rentas o salarios que el rey pagaba a cambio de los servicios militares de sus súbditos.
El fenómeno, que alguno ha bautizado como “la irrupción del dinero en la guerra”, aumentó significativamente la capacidad militar de los monarcas ibéricos, que a partir de ahora tenían un mayor control sobre las movilizaciones y, además, les permitía disponer de ejércitos de mayor tamaño. Algunos contingentes, como las milicias urbanas, se convirtieron en tropas cuasiprofesionales que respondían directamente ante el rey y recibían un salario en función de los días de servicio prestado. En ellas destacaron los ballesteros, que se comprometían a tener el arma en buen estado y a entrenar para ser diestros en su manejo.
Otro cambio decisivo fue que, con anterioridad, los súbditos solían estar obligados a servir cierto número de días al año, cumplidos los cuales quedaban liberados y podían volver a casa. Con el pago del salario, en cambio, las campañas militares podrían prolongarse en tanto el rey pudiera costear los salarios de sus participantes. Esto explica, en parte, las sorprendentes campañas expansivas de Aragón en el Mediterráneo en este mismo periodo.
Cuando Castilla y Navarra se vieron envueltos en la Guerra de los Cien Años, las tropas debían operar en frentes muy lejanos, lo que impulsó el recurso no solo a un servicio pagado sino también voluntario. En paralelo, se extendió mucho el recurso a los mercenarios. Un paso más, por tanto, hacia los ejércitos profesionales.
Estas tendencias continuarían a lo largo de la Baja Edad Media y, de resultas, se pasó de huestes feudovasalláticas que acudían comandadas por sus nobles respectivos y por obligación, a ejércitos semiprofesionales de guerreros voluntarios que eran pagados directamente por el rey. Dos modelos, por tanto, claramente contrapuestos que dieron lugar a realidades políticas y militares muy distintas.
Para saber más
Cinco reinos en guerra (1248-1369)
Desperta Ferro Especiales n.º 43
84 páginas
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