
Nuevo libro
Heinrich Schliemann, el niño que soñó con encontrar Troya
Alfonso Goizueta narra en su nueva novela las peripecias de Heinrich Schliemann para dar con la ciudad que aparecía en la 'Ilíada'

Soy novelista, me dedico a crear ficciones. A veces creo que soy un mentiroso. Porque, ¿qué es la ficción sino mentira? Déjenme que les cuente una. Comienza en una remota aldea alemana en el gélido diciembre de 1830. Un pastor protestante, viudo, alcoholizado y sin mucho dinero en el bolsillo, celebró junto a sus hijos la que sería su última Navidad. Pronto los mandaría a vivir con otros parientes que pudieran hacerse cargo de ellos. Como regalo en aquella ocasión triste, obsequió a su hijo Heinrich, de ocho años, un libro de historia universal con muchos dibujos y alguna litografía. El niño quedó prendado de una en la que aparecía una antigua ciudad sitiada por enemigos que habían burlado las defensas ocultándose dentro de un caballo de madera: Troya. «¿Existe esta ciudad?», preguntó. Su padre le respondió inseguro: «Supongo que alguna vez lo hizo. Hace ya muchos siglos que fue destruida». Nació entonces en el niño un sueño que con los años acabaría convirtiéndose en obsesión: encontrar las ruinas de la ciudad.
Pero Heinrich, pobre, nunca fue al colegio ni a la universidad a estudiar arqueología. Casi desde niño tuvo que dedicarse a trabajar. Aquello no le fue mal. Era un chico de extraordinaria inteligencia, aprendía idiomas en apenas semanas –llegó a dominar once a lo largo de su vida– y aplicó su raro don para hacerse hueco en una casa de importación en la que se volvió imprescindible. Acabó comprando su parte a los socios y amasando una inmensa fortuna. Se instaló en San Petersburgo y se casó con una joven de buena familia. Aun así, nada en su vida lo satisfacía puesto que la pulsión por encontrar Troya todavía latía, incompleta, en él. Dedicó los siguientes años a aprender griego antiguo y estudiar al milímetro la 'Ilíada' de Homero, convencido de que en aquellos famosos versos estaba la clave para encontrar la ubicación exacta de las ruinas.
Preparado para la aventura
En 1868, por fin se sintió preparado para iniciar su aventura. Se divorció de su mujer y partió a Grecia, buscando también una segunda esposa. ¿Requisitos? Solo dos: conocer los poemas homéricos y amar la arqueología. Así encontró a la joven Sofía Engastromenos, diecisiete años, a la que convirtió en señora de Schliemann y llevó a excavar con él en la colina de Hisarlik, un promontorio en la costa de Turquía donde, según lo descrito en la Ilíada, supuso se encontraría la ciudad. Tras años de excavaciones, dieron con ella allí donde nadie lo había creído posible. La auténtica ciudad de Troya. ¿La prueba? Sofía la encontró: una tarde, la joven detectó un resplandor al fondo de una gruta, bajo los cimientos de un muro. Era un ingente tesoro: diademas, collares, brazaletes de oro y todo tipo de riquezas. Para protegerlas de la codicia de los trabajadores y de las autoridades turcas, Sofía las escondió entre sus chales para sacarlas del país. Ya sanos y salvos en Atenas, Heinrich atavió a su mujer con aquellas alhajas magníficas y la fotografió. Su búsqueda estaba completa: había encontrado a Helena de Troya.
Hermosa historia, ¿verdad? Quizá porque gran parte de ella es falsa. Es una novela, una novela que su mismo protagonista, Heinrich Schliemann, escribió. Sin embargo, él no la confinó al papel como hacemos el resto de escritores, sino que la vivió en su propia carne, la escribió sobre la realidad, a fin de que el gran público (y quizá también él mismo) la tomara por verdadera.
No fue sencillo pues lo que encontró en Hisarlik apuntaba a su peor pesadilla: que la «Ilíada» no había sido más que ficción. Schliemann no encontró una Troya, sino nueve y los estratos que según él correspondían a los años de la famosa guerra (alrededor del 1200 a.C.) resultaron ser mil quinientos años más antiguos de lo que en teoría debían. Él, obstinado, negó lo que había ante sus ojos y se afanó en proclamar que aquella tapia derruida era la mismísima torre de Ilión que vio el héroe Eneas; aquella rampa en desnivel, la Puerta Escea por donde llevaron el cadáver del príncipe Héctor; aquellos cimientos irregulares, el palacio del rey Príamo; y el oro hallado, por supuesto parte de su tesoro.

Ya entonces hubo quien torció el gesto ante su descubrimiento y años después se fueron encontrando las grietas del cuento. Nada de lo que Schliemann aseveraba tenía fiabilidad científica. Sus métodos de excavación, basados en la fuerza bruta del minero y la dinamita, eran más que cuestionables. Estaba además el asunto de las famosas «joyas de Helena». No solo no pertenecían al tiempo de la supuesta guerra de Troya (de nuevo, eran mil quinientos años más antiguas de lo que debían) sino que, al parecer, Schliemann no las había encontrado, como decía, todas juntas en un único y grandioso sarcófago. ¡Las había ido recolectando de un yacimiento aquí y de otro por allá, mintiendo abiertamente al presentarlas como un conjunto! Incluso corrió el rumor de que alguna de las joyas había sido encargada a un célebre orfebre ateniense. Que Sofía las encontrara y echara a su chal para protegerlas de los turcos fue otra mentira. Sofía asistía al entierro de su padre en Atenas cuando se produjo el descubrimiento (abril de 1873) y lo cierto es que durante el poco tiempo que estuvo en el yacimiento, su marido apenas la dejó acercarse a las zanjas. Uno de los trabajadores, Giorgios Photidas, había estado a punto de violarla y su marido la obligó a volver a casa: un yacimiento no era lugar para una mujer.
Por si fuera poco, la obsesión de Schliemann dejó otro triste cadáver por el camino de la historia: el de Frank Calvert. Arqueólogo británico afincado en el Levante otomano, Calvert había dedicado su vida al estudio de la Tróade y su arqueología. Él era el propietario de la finca en la que se ubicaba el yacimiento de Hisarlik y fue él quien contactó a Schliemann para que le ayudara a excavar. Cuando lo hizo, Schliemann estaba siguiendo (como otros buscadores de Troya antes que él) una pista falsa en la colina de Pinarbasi, un pedregal hueco unas millas más al este. Calvert acabó maldiciendo el día que pactó –tú pon el capital y los obreros; yo, el conocimiento y la tierra– con el alemán. Schliemann se valió de todo tipo de tretas y artimañas para timarlo, arrancarle la posesión de la finca y relegarlo de las excavaciones. Llegó incluso al extremo de robarle: en 1872 excavaron una impresionante metopa de mármol que Schliemann se encargó de vender, en nombre de ambos, a un coleccionista. Abonó a su socio 50 libras, pero resultó que había cobrado por la pieza más de dos mil. Lo más doloroso, sin embargo, fue la obliteración de su nombre. Schliemann nunca compartió la gloria con él, le negó todo crédito en el hallazgo y lo eliminó de la historia. «Un astuto ingeniero»; esa es la única mención del inglés en las páginas de sus memorias, a pesar de que sin Calvert jamás habría encontrado la ciudad.
¿Lo hizo por celos? Creo que el motivo fue otro, lector. Calvert representaba para Schliemann el conocimiento empírico. Él sí era un verdadero arqueólogo, sabedor de que cuando se excava en la tierra se van buscando fuentes históricas, no pruebas de nuestras propias creencias. Con Calvert en escena, la ciudad que emergía en Hisarlik nunca podría haber sido la Troya de Homero pues a cada rato él señalaba las evidentes incongruencias con la leyenda. Vivía en la realidad tal cual era. Su socio, por el contrario, se empeñaba en que la realidad reprodujera los sueños de su cabeza.
Schliemann no era en absoluto distinto de personajes tan literarios (tan reales) como don Quijote o Emma Bovary, seres para los que lo real no era suficiente y que, como escribió Javier Cercas, necesitaron de la ficción para salvarse. Sin duda ése era el caso de Schliemann. Y me pregunto: ¿será también el nuestro? Aún hoy llamamos «Troya» a la ruina de Hisarlik y «joyas de Helena» al oro que allí se encontró. Aunque conozcamos de sobra la verdad al respecto, preferimos el mito a la realidad porque el mito, la ficción, nos explica y nos significa como la realidad no alcanza a hacer. Por eso, aun reconociendo todas sus sombras, comprendo a Schliemann. Su rebelión contra la realidad es la mía y la de cualquier ser humano.