El «networking» de Lenin y Mussolini
Ambos dirigentes se conocieron en la biblioteca de Ginebra, días antes de celebrarse el aniversario de la Comuna de París, ejemplo proletario de revolución contra la dictadura
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Coincidieron en la biblioteca de Ginebra. Uno, Benito, andaba por la sala con la barbilla erguida, apuntando a burgueses y de más ralea, a gente molesta que sin entender el marxismo ocupaba un pupitre. Otro, Vladimiro, estaba orgulloso de la perilla que se había dejado para compensar la calvicie. El ruso buscaba lo último de Plejánov, un filósofo marxista al que admiraba. El italiano exhibía bajo el brazo «El capital», de Marx. Eran los primeros días de marzo de 1904. La ciudad estaba llena de revolucionarios, pero no para montar una gorda en Suiza, no, sino en sus respectivos países. Mencheviques y anarquistas estaban en la Rue Caroline, a las afueras. Los bolcheviques, siempre más adictos al lujo, en la adinerada calle Carouge.
La sala de lectura de la biblioteca estaba llena de profetas del socialismo, de portavoces de la clase obrera que nunca habían trabajado. No se oía una palabra. El silencio lo rompía algún carraspeo, quizá para tragar ideas revisionistas, y una tos seca intermitente y molesta. Los dedos suaves, como de niño, de los que iban a sublevar al proletariado pasaban las hojas de los libros. «Perdone –susurró Vladimiro, luego conocido como Lenin–, ¿está libre este sitio?», dijo señalando una silla de madera. Por la ventana entraba un azul espeso, moteado de nubes que se cruzaban con columnas de humo. Apenas un poco de sol aparecía en una esquina, despidiéndose después de un día de trabajo.
«Por supuesto, camarada», contestó Benito, por más señas, Mussolini. El italiano cerró un poco las piernas para dejar que Lenin tomara asiento. El ruso agradeció con un movimiento de cabeza, colocó en la mesa un libro y un cuaderno, y reposó su cuerpo en la silla. «¿Qué estás leyendo?», preguntó el anfitrión. «Uno de Plejánov contra el anarquismo», dijo el ruso sin levantar la mirada. «¿No serás uno de esos aburguesados revisionistas que creen en la evolución gradual de la democracia hacia el socialismo?», dijo el todavía marxista Benito. «¡Quia –o como se diga en ruso–, camarada. El cielo se conquista al asalto!», dijo con voz muy baja el futuro dictador de todos los rusos. «El proletariado sin guía es como un rebaño. Come hierba, engorda, lo esquilan y cuando llega la hora lo sacrifican para que se lo coma el burgués», apuntó Mussolini subiendo la voz.
La bibliotecaria se acercó. Las flores de su vestido hubieran adornado las lápidas de miles de víctimas del socialismo real. Parecía que levitaba. Había desarrollado la extraña habilidad de avanzar sin tocar el suelo para no hacer ruido. Llevaba en la mano un ejemplar de «El Napoleón de Notting Hill», de Chesterton, recién salido de imprenta. Sí, ya saben, la historia de un loco con poder. La señora chistó y los dos revolucionarios obedecieron. La tarde transcurrió sin más. Los dos hombres se levantaron cuando el reloj marcó las 20 horas. Se estrecharon las manos como quien asegura el nudo de una soga.
Unos días después, el 18 de marzo de 1904, la Brasserie Handwerk, en Ginebra, estaba de celebración. No cabía un rojo más. Era el aniversario de la Comuna de París, la de 1871. Era un ejemplo para los que querían conquistar el poder y montar una dictadura con una conveniente guerra civil para liquidar a los enemigos de clase. Fueron solo 71 días, pero qué días. Venga matar gente, quemar edificios e iglesias, y levantar los adoquines para las barricadas. Cuántas canciones llenas de emoción y esperanza se entonaron mientras se hacía justicia proletaria. Desmontar el París de Napoleón III fue divertido y justo. El emperador había derribado los barrios obreros de la ciudad para construir grandes avenidas, colocar monumentos, cercar jardines y edificar casas burguesas, todas iguales, siguiendo las ideas de Haussmann.
Ese día, el de la conmemoración en la Brasserie Handwerk, los revolucionarios bebieron y volvieron a beber mientras oían discursos tan emotivos como violentos. Algunos hablaban desde lo alto de una silla, otros aplaudían desde la barra. Mientras, fuera del local, se agolpaban hombres con gorras y banderas, inquietos, empujándose, deseando entrar en el local para confraternizar con otros camaradas. En el menú no había ensalada Garibaldi, ni enchiladas Viva Zapata. Tampoco servían cócteles Pasionaria ni Durruti Dry Martini. Nadie conocía allí a Pablo Iglesias. El otro. El fundador del PSOE.
Benito, el socialista, miraba el espectáculo desde el centro de la Brasserie. Cómo le gustaba el olor a revolución por las mañanas. Bueno, también por las tardes y por la noche. «La violencia es política», se repetía siempre. De pronto su espalda chocó con algo. Se volvió y allí estaba el ruso de la biblioteca. Los dos levantaron el puño, pero no para pegarse. Era el saludo rojo. Se dieron media vuelta y siguieron con su networking.
(Los datos están tomados de «Mussolini contra Lenin», del historiador Emilio Gentile).