Amenaza apocalíptica

El sentido común, al borde del abismo nuclear

Mientras Putin culpa al mundo de la invasión de Ucrania, se reedita el contundente mensaje de Bertrand Russell sobre una guerra apocalíptica. Basado en ese texto de 1959, los estudios recientes apuntan a que una escalada global mataría a unas 5.000 millones de personas

Explosión de «Little Boy», la bomba atómica que el bombardero «Enola Gay» arrojó sobre Hiroshima
Explosión de «Little Boy», la bomba atómica que el bombardero «Enola Gay» arrojó sobre Hiroshimalarazon

John Foster Dulles, secretario de Estado de EE UU durante la presidencia de Dwigh Eisenhower, definió el «brinkmanship» (jugar con fuego o correr por el filo del precipicio) como «el arte de maniobrar al borde del abismo con el poder nuclear sin llegar a la confrontación fatal (...) Si tienes miedo de ir hasta el borde, estás perdido» («Life», 16 de enero de 1956). Hoy, como otras veces durante la Guerra Fría, el mundo se halla ante esa amenaza utilizada desde hace meses por los políticos rusos y, ya cumplido el aniversario del ataque a Ucrania, por el propio presidente Putin.

Casualmente, mientras el primer mandatario ruso culpaba de la invasión de Ucrania a Estados Unidos, la OTAN y, en general, al mundo (145 Estados han votado en la ONU contra las anexiones rusas), llegaba a las librerías una obra tan breve como contundente, tan veterana como oportuna: «La guerra nuclear ante el sentido común», firmada por el británico Bertrand Russell (1872-1970), Premio Nobel de Literatura, filósofo, matemático y uno de los activistas más distinguidos de los movimientos pacifistas y antinucleares cuyas ideas llevan difundiéndose desde 1963 gracias a la Fundación para la Paz Bertrand Russell.

Esta obra (Altamarea Ediciones) apareció en inglés en 1959, cuando Russell ya contaba con 87 años. Y desde entonces se ha publicado varias veces con diferentes añadidos; en esta edición cuenta con una presentación de Noam Chomsky y una amplia introducción del político Ken Coates, que presidió la Fundación para la Paz, en la que recorre la historia de la carrera nuclear resaltando las actualísimas ideas de Russell sobre la peligrosidad del «brinkmanship» atómico y recordando un juego en boga a mediados del pasado siglo entre irresponsables y estúpidos. Consistía en buscar una recta larga en una carretera dividida por una línea y a distancia, sobre ambos extremos de la línea, se situaban con sus automóviles los dos contendientes, saliendo raudos uno hacia el otro. De llegar al final, el resultado era un choque frontal con la probable muerte de los competidores, pero aquellos cretinos confiaban que, en el último instante, el contrario diera un volantazo y variase la trayectoria del coche para tener la necia satisfacción de gritarle: «¡Gallina!», con la consiguiente humillación del derrotado y su desprestigio en el grupo de descerebrados.

Algo similar, a escala universal, es la política del «brinkmanship» cuya colisión sería el Apocalipsis nuclear. En su estremecedor libro, Russell, con los cálculos de los años cincuenta, expone que Estados Unidos (que por entonces tenía 151 millones de habitantes) sufriría el primer día de guerra 93 millones de muertos y heridos y la pérdida de un porcentaje similar de médicos, hospitales, alimentos, potabilizadoras de agua, cloacas, industrias farmacéuticas, transportes... con lo cual, los 93 millones de afectados serían muertos a los que se debe añadir millones de afectados por la radiación y demás secuelas. ¡Y estamos en el primer día!

Hoy existen estudios más globales y presumiblemente más precisos. En la Tierra habitamos poco más de 8.000 millones de seres y las potencias disponen de unos 13.000 ingenios nucleares; según trabajos de la Universidad de Princeton (2019), en el primer día de confrontación morirían unos 90 millones de personas y otros 200 millones sufrirían diversos daños; conforme se lanzaran más proyectiles nucleares e interviniesen más contendientes, las víctimas se multiplicarían por diez en pocos días. A los afectados por las explosiones nucleares deberían añadirse sus consecuencias: según revistas científicas de medio ambiente, agricultura y alimentación, tras la guerra continuaría la mortandad, alcanzando a 5.000 millones de seres humanos, mientras que sobreviviría un 25% a escala mundial y cuya supervivencia sobre una tierra yerma por la contaminación y sumergido en un invierno nuclear resultaría improbable.

Desde que se convirtió en un cáncer el paseo militar planificado por Moscú para tomar Ucrania el mundo asiste a las amenazas explícitas de los responsables rusos sobre la suprema necesidad de su victoria porque, de lo contrario, Rusia recurriría a las armas nucleares... Es decir: o Putin se apodera de Ucrania o pondrá a la Tierra ante un cataclismo universal. Parece que prefiere desaparecer con Rusia y con el mundo a que le llamen «gallina». O, quizá, ha leído a Dulles («si tienes miedo de ir hasta el borde, estás perdido») y teme más fracasar en Ucrania, quedar en ridículo y afrontar las condenas internacionales por su agresión, o sea, su final político, que un cataclismo universal que ve más lejano.

Y con esa carga de adrenalina camina hacia el precipicio ignorando las ventajas de la paz que muestra Russell a las partes enfrentadas, que deben advertir que «la continuación del conflicto supone un desastre para ambas y que los beneficios que se derivan de un acuerdo son de una magnitud inconmensurable».

El problema con el que tropieza el pacifismo de Russell está claro en este conflicto que nos amenaza con el abismo nuclear: Ucrania no ha invadido a Rusia, ni pretende anexionarse parte alguna de ella. Ucrania es la invadida, la que sufre el desgajamiento de cien mil kilómetros cuadrados –quizá los más ricos, industrializados y estratégicos–, la que ve peligrar su independencia y su acceso al mar... la que derrama su sangre en defensa de su libertad, la que sufre el éxodo de más de 15 millones de sus habitantes (34% de su población: ocho millones en el extranjero y siete en Ucrania, pero lejos de sus hogares destruidos), la condenada a morir de frío, la que ve sus ciudades, industrias e infraestructuras reducidas a escombros por los bombardeos...

Negociar es imposible porque el presidente Putin no quiere hacerlo, sino apoderarse de Ucrania; su indignación y amenazas nucleares se deben a que Estados Unidos, la OTAN y otro centenar de países han decidido auxiliar al débil agredido en consonancia con la ONU (la Asamblea General deplora la «agresión» cometida por Rusia y la conmina a que abandone Ucrania por 145 votos contra 5).

Russell califica de lunática la sinrazón de quien pretende saquear a su vecino o, si no pudiera, plantearse la agresión nuclear (apéndice II). Y ante el dilema propuesto por el presidente estadounidense Joe Biden: «Si Rusia deja de luchar, se terminará la guerra; si Ucrania deja de luchar, se acabará Ucrania», el sabio pacifista responde: «He abrazado la opinión, que considero de sentido común, según la cual algunas guerras estaban justificadas y otras no...». En este caso, Russell no tendría dudas: preconiza (capítulo VIII) el respeto a las fronteras y condena «las injerencias en los asuntos internos de los Estados Soberanos».

Métodos para resolver la disputa

Una de las páginas más llamativas de este libro son los primeros párrafos del capítulo III: «Métodos para resolver las disputas en la era nuclear», que contienen tres proposiciones contundentes:

  • «Una guerra nuclear a gran escala sería un desastre absoluto (...) para toda la humanidad, y no se alcanzaría ningún resultado deseable por un hombre cuerdo».
  • «Cuando comienza una guerra a pequeña escala, existe el riesgo de que llegue a convertirse en una gran guerra; y si las guerras a pequeña escala son múltiples, el riesgo terminará por convertirse casi en una certeza».
  • «Si se destruyeran todas las armas nucleares y se acordara que no deben fabricarse otras nuevas, cualquier nueva guerra se convertiría en una guerra nuclear, tan pronto como los contendientes tuviesen tiempo para fabricar las armas prohibidas».

Y concluye Russell: «Si queremos escapar de catástrofes inimaginables, debemos encontrar el método de evitar toda guerra, ya sea grande o pequeña, ya sea deliberadamente nuclear o no». El problema es que, a lo largo de la Historia, los políticos de todo el orbe no han logrado un sistema para impedir las guerras.