La España de 1975
Torcuato Fernández-Miranda, el hombre clave fiel al pasado
Tras la muerte de Franco, hacía falta un Presidente de las Cortes que no se viera como rupturista: el elegido se proclamó fiel a su historia, pero no «atado por ella»
La Transición se puso en marcha. El rey Juan Carlos debía asegurar el control de la presidencia de las Cortes para ir de la ley a la ley. Esto contendría al búnker, que no vería una ruptura ni un desprecio al legado de Franco, e iría dando esperanzas a los demócratas. El hombre clave en ese proceso era Torcuato Fernández-Miranda. Para que funcionara todo debía ajustarse a la norma y al funcionamiento de las instituciones. Por eso era imprescindible que la reunión del Consejo del Reino, que debía designar al presidente de las Cortes, diera como resultado el nombramiento de Torcuato aquel 1 de diciembre de 1975.
El primer éxito fue sacar de la ecuación a Alejandro Rodríguez Valcárcel, que había presidido la Cámara hasta entonces, y en el que el búnker depositaba la tarea de contener el reformismo. Sin embargo, la muerte de Franco el 20 de noviembre imposibilitó la renovación, que debía ser el 26, y permitió al rey agradecer los servicios prestados al político y cerrarle la puerta.
El Consejo del Reino se reunió para decidir una terna en la que el más votado debía ser Torcuato. La cita fue el 1 de diciembre en el Palacio de las Cortes. Allí se encontraron dieciséis hombres. Ejerció la presidencia Manuel Lora Tamayo, químico, presidente del CSIC y del Instituto de España. Empezaron a las cuatro de la tarde y no salieron hasta las diez de la noche. Fue la sesión más larga de la historia de dicho Consejo. Tras mucho debate decidieron una terna para el rey. La encabezó Fernández-Miranda, con catorce votos, y le siguieron, con doce, Licinio de la Fuente, ministro de Trabajo hasta marzo de 1975, y Emilio Lamo de Espinosa y Enríquez de Navarra, falangista, presidente del Sindicato de Banca y Bolsa, y consejero del Banco de España y del Instituo Nacional de Industria, que logró seis votos. Ya estaba hecho. Sería Torcuato Fernández-Miranda.
El 2 de diciembre, el rey firmó el decreto. Su hombre llevaba tiempo preparando su discurso. Las palabras que empleara debían estar en consonancia con su propósito de reformar el franquismo sin alertar a los inmovilistas ni parecer un rupturista. Para dejar atado al Movimiento Nacional, Torcuato se entrevistó ese día con José Antonio Girón de Velasco, quizá su mejor representante esos días. Se debieron cruzar tantas promesas de respeto mutuo que Girón se presentó con una «sonrisa dibujada en los labios», según se leía en la prensa de ese día.
En la mañana del 3 de diciembre, Torcuato Fernández-Miranda se presentó en La Zarzuela, residencia del rey. Era la hora de tomar posesión. Se arrodilló frente al retrato de Alfonso XIII, una cruz y las Sagradas Escrituras. Juan Carlos observaba en primer plano. Unos metros detrás se situaron los miembros del Gobierno y del Consejo del Reino. Torcuato se arrodilló, sacó sus gafas de catedrático, puso la mano derecha sobre la Biblia y juró dos veces: una como presidente de las Cortes, en presencia de la Mesa de la Cámara, y otra como presidente del Consejo del Reino. De ahí fueron al Palacio de las Cortes en sus coches oficiales, con los motoristas flanqueando los vehículos y abriendo paso en un Madrid saturado de coches. Los periodistas aguardaban en la puerta. Había inquietud por las palabras de Fernández-Miranda, pero también se preguntaba quién ocuparía la presidencia del Gobierno. No se sabía si seguiría Arias Navarro, o quizá el rey llamase a Areilza, Fraga o a Fernando Suárez, entre otros nombres que aparecían en la prensa. Torcuato no quería pronunciar un discurso, así lo dijo en varias ocasiones a sus cercanos, pero estaba obligado. «Las palabras, para las ideas, y la acción vendrá después», dijo.
La expectación era inmensa aquella tarde del 3 de diciembre. El nuevo presidente se acercó al micrófono y declaró su «absoluta lealtad y servicio a España, en la persona del rey, que encarna la soberanía». Esto significaba que Juan Carlos I tenía legalmente todo el poder, sin más límite que la ley. Era una declaración de intenciones que remató con la expresión de la conducta que debían seguir los miembros del Movimiento Nacional, poniendo la suya como ejemplo. «Me siento total y absolutamente responsable de todo mi pasado. Soy fiel a él, pero no me ata», afirmó. Con esto decía que los franquistas podían iniciar la nueva etapa a la democracia sin complejos por su pasado, y que ese pasado no sería un lastre. Por esto mencionó a su antecesor, Rodríguez Valcárcel, a Franco, a Carrero Blanco y a Arias Navarro, consiguiendo aplausos encendidos, que era lo buscado por Torcuato. Quería transmitir tranquilidad a unas Cortes a las que más adelante pediría el «harakiri». En esta línea concluyó su discurso con tres gritos: «¡Viva España! ¡Viva el rey! ¡Arriba España!». De momento todo marchaba según lo previsto.