Crítica de libros

Ícaro jugó al baloncesto

Ícaro jugó al baloncesto
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Como el mito griego, Pete Maravich llegó a ser uno de los mejores jugadores de baloncesto de la historia gracias al apoyo paterno, hasta que, por no ser el mejor de todos y por el peso de defraudarle, se precipitó al vacío.

En el mito griego, Dédalo, el constructor del laberinto de Creta, fue encerrado en la isla con su hijo Ícaro. Su única opción era escapar por el aire, así que empezó a trabajar para unir con cera unas plumas a unas alas con las que huir. Lo lograron, pero Ícaro trató de volar demasiado alto y el sol derritió el invento. Ícaro desapareció en el mar por soberbia, pagando el destino de su padre. En la historia de «Pistol» Pete Maravich (1947-1988), uno de los mejores jugadores de baloncesto de la historia, hay una condena familiar también.

Lo llevaba en la sangre serbia. Cuando el baloncesto empezaba a ser un deporte, Press Maravich, el padre de la futura superestrella, se enamoró del sonido de las zapatillas sobre el parquet, sólo que se jugaba en iglesias. Habría sido profesional, pero pasó los mejores años de deportista –mascando tabaco en los descansos de los partidos– como piloto en la Segunda Guerra Mundial. Al terminar, se estableció en Carolina del Norte (y si saben de baloncesto, ya saben de qué lugar estamos hablando) y entrenaba a tiempo parcial. Maravich senior recutaba a sus jugadores en las acerías y aplicaba una disciplina marcial, aunque devolvía amor a todos los jugadores que se dejasen la piel. Tuvo dos hijos con Helen, pero su devoción por el pequeño Pete era total. Medía 1,70 y pesaba 40 kilos. Las gomas de los calcetines nunca eran lo suficientemente estrechas para sujetarse en sus canillas y todos le quedaban holgados. Como tampoco tenía fuerza para llegar a canasta lanzando, sacaba la pelota desde la cadera, como un pistolero. Había nacido «Pistol».

El palacio de las vacas

Pistol botaba el balón con los ojos vendados, pedaleando sobre la bicicleta, esperando en el cine. Horas de práctica solitaria y ritualista, como un karateca contra enemigos imaginarios, le dotarán de una destreza nunca vista. Pistol podía meter 200 tiros sin fallo y hacerlo desde ocho metros en un tiempo en que el lanzamiento triple no existía. Llegó a la universidad de milagro. Ingresó en la de Louisiana, uno de los centros negros del país, en un lugar sin tradición por este deporte. Disputaban los partidos en un pabellón que olía a boñiga, llamado el Palacio de las Vacas, donde sólo se podía jugar entre la feria del caballo de otoño y la temporada del rodeo en primavera. Pronto empieza la «petemanía», salvo en sus compañeros, que sufren moratones porque no ven llegar sus pases. Anotaciones estratosféricas y trucos de fantasía nunca vistos. Pistol maneja el balón como nadie ha visto antes. De repente, el pabellón comienza a llenarse. «En medio del olor al excremento equino, emergía el perfume de la posibilidad», escribe Kriegel, su biógrafo. Los chicos van al campus con los calcetines holgados y caídos, las chicas le avasallan, los aficionados rivales le animan a él. Vendía entradas en lugares como Alabama y las canastas y las redes empiezan a agotarse en las tiendas. Su estilo de juego mágico y eléctrico le aúpa a las portadas de la revista «Time», «Newsweek» y «Life». Él, mientras tanto, bebía demasiada cerveza, batía todas las marcas de anotación y nunca sacaba las notas mínimas. Se convirtió en el arquetipo de «hipster», de «blanco negro», el Elvis de la canasta. Nixon le mandó un telegrama: jugaría en la NBA.

Sin embargo, según Kriegel, «Maravich bebía por su padre: las expectativas de Press eran un yugo muy pesado alrededor de su fino cuello. Bebía por su madre, con quien compartía la carga del desasosiego. Bebía porque daba igual cuántos puntos anotara, nunca eran suficientes. No está claro cuánto bebía, pero sí cómo: igual que jugaba al baloncesto, como en una competición». Era un flacucho que vendía entradas y garantizaba contratos de televisión, los primeros en muchas partes del país. La gran esperanza blanca en un deporte de negros, todavía marginal, y que termina por caer en una franquicia sureña: Atlanta Hawks, un equipo que en los 60 rechazó a un jugador negro. Ahora, a comienzo de los 70, son un equipo negro obligados a aceptar a la sensación blanca, el mejor pagado de la historia. Sí, un jugador patrocinado por una laca de pelo que fija su peinado a lo «beatle», un chaval que conduce un descapotable blanco. Y sus comienzos en la liga resultan un desastre. Todos los rivales, claro, le golpean cuando saca una jugada de fantasía. Se lesiona, enferma, se deprime igual que la carrera de entrenador de Press. «Había sido el instrumento de la voluntad de su padre tanto tiempo, que ya no quedaba nada de él», escribe Kriegel. «No había distinción, ni real ni metafórica, entre los males que aquejaban a uno y a otro». A su padre le ofrecen un puesto en una ridícula universidad de los Apalaches que solo tiene 8 abonados. Dibuja tácticas hasta el amanecer y, como la televisión pierde la señal, lee la Biblia. Los nervios de Pete también se quiebran y admite en una entrevista que cree en los ovnis. «Les he escrito un mensaje en el tejado de mi casa: ‘‘Llevadme con vosotros’’», revela. Su traspaso a Nueva Orleans promete un nuevo comienzo, pero algo terrible sucede. Su madre, Helen, se suicida con una calibre 22, cansada de ocupar un lugar ínfimo comparado con el baloncesto. Esa temporada, Pistol consigue anotaciones mayúsculas, espectáculos inolvidables. Van lanzados a los playoffs... y se destroza la rodilla. «Si hablamos de talento puro y duro, es el mejor de la historia. Pero siempre será un perdedor», resumía Lou Hudson. Pistol terminará su carrera en los Celtics, abandonando en la pretemporada justo el año que lograron el anillo. Pero ya había otra esperanza blanca: Larry Bird. Tras su retirada, se hizo cristiano devoto. Un infarto le sobrevino jugando con una asociación cristiana. Bob Dylan dijo: «Podía jugar a ciegas. La gente se había olvidado de él, pero yo no». La maldición del apellido también persiguió a sus hijos después. Ningún Maravich pudo resolver la ecuación del baloncesto: ¿pasar o tirar? El que averigua la respuesta puede morirse tranquilo.