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Literatura

Yo y mi yo y mi novela: pecados de la autoficción

En «No me cuentas tu vida» el escritor Carlos Clavería Laguarda disecciona uno de los fenómenos literarios de las últimas décadas, la llamada «literatura del yo»

Mujer mirándose en un espejo roto.
Mujer mirándose en un espejo roto.Dreamstime

Es un fenómeno imparable y puede presenciarse en las mesas de novedades de cualquier librería o en la Feria del Libro de Madrid que acaba de arrancar. Grandes firmas, aspirantes a novelistas, presentadores de televisión y auténticos supervivientes optan por escribir una novela que hable de sí mismos. Estamos en la era de la autoficción, en el testimonio del yo: el paradigma de las redes sociales (aunque ya sucedía antes de ellas) ha invadido la literatura como un poderoso reclamo comercial y contra sus excesos el editor Carlos Clavería Laguarda ha publicado «No me cuentes tu vida» (Altamarea), un libelo contra la plaga viscosa de la literatura del yo, esa que da por sentado que las cosas que le suceden a uno, solo por haberle ocurrido, son, más que dignas de ser contadas, valiosas. Y es que el yo no es en absoluto nuevo en la literatura, como es evidente, pero sí lo es la plaga de egocentrismo que detecta el autor del ensayo: los autores a disgusto consigo mismos o en la búsqueda de una redención personal o espiritual por cualquier motivo (aquí uno de los quids de la cuestión), «han inundado la prosa con el síndrome del pobrecito de mí o síndrome Calimero», como escribe, con no poca acidez, Clavería.

Por diversas razones, la ficción ha sufrido un desprestigio entre quienes no son amantes de la literatura. Los lectores ocasionales prefieren el trampantojo de estar ante una narración que no es completamente una invención, sino que se asoma a la realidad de la vida de alguien. La autoficción plantea un género híbrido en el que lo que se cuenta no es estrictamente unas memorias o una autobiografía, sino que, presentándose como ficción, dejan al lector el juego de discernir cuántas de las cosas que se narran son verdaderas confesiones, el relato de la intimidad del escritor: a veces un testimonio honesto, otras, calculadamente escabroso. En este volumen, Clavería explora la relación de tanto «yo» con la creación literaria, con las ambiciones editoriales y la voluntad narrativa de escritores que arden en deseos de publicar a toda costa, como una mera cuestión de estatus moderno.

La faja promocional

Como reconoce Clavería, la literatura «se basa en saber sortear el principal peligro que tiene la escritura: abandonarse a lo fácil, a lo que se tiene más a mano». «Es necesario buscar la precisión, desconfiar del yo, porque es agobiante, cercano y omnipresente y es más importante buscar la fluidez que consiste en hablar de lo que se conoce bien con la frescura, la distancia y la ironía que se necesitan para describir lo que se imagina», argumenta el autor, que basa su análisis en años de ejercicio como lector de manuscritos y editor. En su discurso de recepción del Premio Cervantes en 2009, el escritor Juan Marsé cargó ya contra esta moda: «La literatura no es nunca el ombligo mirándose el ombligo», pronunció en Alcalá de Henares el escritor barcelonés. Asintiendo con este punto de vista, Clavería traza una idea de la razón de ser de la escribir novelas a partir de esas palabras: «La cultura literaria clásica anterior a la moda del narcisismo confesional intentaba todo lo contrario, alejar la vista del ombligo para tener una visión más inteligente, por distanciada y hasta cínica del yo, para tener una idea más clara de las razones externas que han hecho del objeto (es decir, la realidad, sin necesidad de mostrar marxismo en la prosa, porque ya lo hizo Lázaro de Tormes) algo defectuoso y necesitado de tratamiento literario».

Y, sin embargo, a pesar de que miles de autores confunden la memoria con la creación y la vanidad con la importancia, según Clavería, los departamentos comerciales de las editoriales se obstinan en crear una faja por semana con uno de estos títulos testimoniales –en el peor sentido de la palabra– que promete «el libro que cambiará el rumbo de la literatura occidental». ¿Qué pecados comete esa narrativa blanda del yo? Literariamente, casi todos. Primero, una peripecia de cartón en la que no se busca «ajustar cuentas con la realidad» sino que simplemente asistimos a un yo dolido injertado en un escaparate, es decir, entre el yo y el uno mismo, pero sin tener en cuenta el substrato de la sociedad. En segundo, un estilo melifluo, inane, que hace que casi todos los personajes hablen con los giros más cursis y alambicados de la narrativa decimonónica. «De una cosa estoy seguro: mi vida no está al nivel de mi prosa, y se necesita una gran dosis de presunción para pensar que una vida (por mucho que a todo el mundo asista el derecho a creer que tiene gran valor haber lidiado con eso tan complejo y costoso como es vivir) es de por sí de interés literario», asegura Clavería.

«Yo me mimo»

El resultado de este ecosistema no puede ser otro: todos los yoes se confunden. «Los autores y las autoras se copian las penas, las lecturas, los bares en los que leen y los lloros que lloran; los autores y las autoras se roban las emociones; en todo esto se parecen a los editores, que también se copian entre ellos las portadas, las colecciones, las cuartas de cubierta y las tareas promocionales... y se roban a los autores y las autoras que no creen que los contratos están por encima del “yo me mi-mo”», escribe, mordaz, Clavería. No es casualidad que todas las novelas autoficcionales se parezcan. Hay un responsable externo, de naturaleza luciferina, que bien puede ser señalado por ello. Es el editor, quien «trata de convertir la literatura en narrativa», el primer triunfo de esta era de la literatura neoliberal. El autor es un «storyteller» que busca que el autor se parezca cuanto más, mejor, a sus lectores. La industria editorial no tiene tiempo para la extrañeza, para reeducar lectores: «ha triunfado la homogeneizacion, quizá por primera vez en medidas industriales, desde abajo», confirma Clavería. No dictan las normas los creadores, sino quien domina la recreación, esto es, el entretenimiento.

¿Qué podemos esperar de esta literatura en tiempos de narcisismo? Como decíamos, no todos los casos de autoficción son detrirus literario. El escritor no cancela la legitimidad de hablar de uno mismo, sino de hacerlo blandamente, de forma superficial y redundante. El propio autor salva se la quema, entre otros expresamente, «El mal de Montano», de Enrique Vila-Matas y el caso de Manuel Vilas, a quien «cuando le dio por triunfar con la prosa de yo y mi padre» –el autor se refiere a «Ordesa», Alfaguara, 2018– «llevaba tiempo como poeta rompedor y había demostrado marginalidad a raudales en una editorial que no era precisamente la fuente que mana y corre». También pone de ejemplo la «Autobiografía de Federico Sánchez», de Juan Marsé, entre otros como Virginia Woolf o Italo Calvino y la reiniciadora moderna del género y Premio Nobel de Literatura Annie Ernaux. Hay, incluso algunas autoficciones que se publican hoy y que valen la pena, pero detectarlas es, cada vez, más difícil. Dijo Jaime Salinas que «el editor moderno es un monstruo terrible que, a la larga, conseguirá destruir la literatura». Quizá esto sea una exageración, pero podemos a cambio suscribir una máxima más prudente pero seguramente más cierta, aquella que pronunció Thomas Fuller: «La cultura ha ganado principalmente con aquellos libros con los cuales los editores han perdido dinero».

El extraordinario caso de Raymond Carver

►De entre las múltiples referencias que Clavería incluye en su libro, hay una que destaca por elocuente. Se trata de la labor del editor, a veces oscura pero fundamental, otras, realmente malvada al servicio del mercado. A Carver le tocó en gracia Gordon Lish, quien recortó ampliamente el famoso «De qué hablamos cuando hablamos de amor», título que fue en sí mismo idea de Lish. En otras ocasiones, «podó» hasta el 50 por ciento de sus cuentos. La vanidad de Carver nunca llevó bien semejante ultraje, pero si pasó a la historia como el escritor que conocemos fue, en buena medida, por la labor de su editor. Fuera como fuese, le hizo caso. Luego, ya célebre, renegó de su labor, como era de esperar. Los cuentos de Carver aparecieron en 2008 en sus versiones originales a cargo de algunas ediciones académicas. Queda a juicio del lector si es más brillante o más literario «Principiantes» (así era el título original del libro) o si vemos «doping» en «De qué hablamos cuando hablamos de amor».