1924-2024

Un siglo de «La montaña mágica»: la cima literaria europea

Thomas Mann empezó a escribir la novela en 1912, tras acompañar a su esposa en un sanatorio alpino; pero no se publicó hasta 1924 radicalmente distinta a su propósito inical

Ejemplar de la primera edición del libro, publicado por la editorial S. Fischer en 1924
Ejemplar de la primera edición del libro, publicado por la editorial S. Fischer en 1924 H.P.Haack

Cuando Thomas Mann pensó en escribir una novelita satírica ambientada en un sanatorio para tuberculosos en Los Alpes suizos, donde pasó una temporada acompañando a su esposa Katia (internada por una infección pulmonar), como contrapunto humorístico de su «Muerte en Venecia», jamás se le pasó por la cabeza que estaba edificando una de las obras cumbres de la literatura universal.

«La montaña mágica» no fue ideada por su autor como el gran clásico que es hoy, cien años después de su publicación: Mann pretendía subir un otero para estirar las piernas y acabó, casi sin quererlo, hollando la cima del Mont Blanc: techo de Europa. La novela vio la luz en el otoño de 1924, en dos tomos, a cargo de la prestigiosa editorial germana S.Fischer, con el título de «Der Zauberberg», en su lengua original. Sin embargo, el escritor nacido en Lubeck, comenzó a escribirla en 1912, con la experiencia alpina junto a Katia Hedwig todavía caliente.

Cuando empezó a pergeñar lo que en principio iba a ser una «nouvelle», Mann se dio cuenta de que, por sus vivencias, tenía material suficiente para narrar una historia bastante más ambiciosa que la que se propuso en origen. Por lo que, cruzándose por medio la Gran Guerra, el manuscrito tardó doce años en llegar a la imprenta. Mas el conflicto bélico, cuyos ecos violentos van «in crescendo» implícitamente en «La Montaña mágica», donde late la I Guerra Mundial en estado larvario, hasta estallar en su final (como si de la erupción de un volcán se tratara); decía que el periodo bélico (1914-18) no sólo postergó la publicación del premio Nobel, sino que además aceleró la evolución ideológica de este: desde posiciones cercanas al nacionalismo alemán, hasta llegar a simpatizar con la República de Weimar. Una mutación política que traslada al protagonista de su novela, Hans Castorp: un joven influenciable, que se debate entre los consejos del liberal y masón Settembrini, y el totalitario hebreo y jesuita Naphta.

Si Thomas Mann, que murió hace 69 años (tal día como hoy: el 12 de agosto de 1955), pudiese contemplar el éxito cosechado por su gran novela un siglo después de alumbrarla, probablemente no daría crédito. De hecho, cuando en 1929 la Academia sueca le concede el premio Nobel de Literatura, lo justifica esencialmente por la publicación de «Los Buddenbrook» (1901), que es una excelente obra decimonónica escrita por su autor con apenas un cuarto de siglo, pero que queda ensombrecida ante la descomunal «La montaña mágica», que al parecer no era del gusto de uno de los señores del jurado del más alto premio de las letras.

A España no llegará el coloso literario hasta una década después, en 1934, cuando la editorial Apolo publica la traducción al castellano a cargo del escritor balear Mario Verdaguer. Dicha traducción no fue actualizada hasta el 2005, cuando Isabel García Adánez, en una edición para Edhasa, ofrece una versión mucho más accesible o legible, no exenta de críticas, que la ciertamente arcaizante o barroca del señor Verdaguer.

Subida al Tourmalet literario

La experiencia de leer «La montaña mágica» es indeleble, trascendental e irreversible. Como dice el también Nobel Mario Vargas Llosa sin demasiada exageración: puede dividir la vida de un lector en dos, «antes y después de haberla leído».

Pero para seguir la rueda del narrador (más divino que omnisciente) en esta lisérgica ascensión al Tourmalet de la literatura, donde se cuenta la experiencia brutal del joven burgués hamburgués Hans Castorp en su prorrogada visita a su enfermo primo, el militar Joachim Ziemssen, al sanatorio internacional Berghof, en Davos; para seguir la endiablada prosa de Mann, decía, es necesario entrar a la novela como el ciclista llega a pie de puerto: con los pulmones llenos y bien avituallado. Para su lectura se requiere, en estos tiempos de estímulos constantes, el móvil en modo avión y un cómodo sillón orejero.

La subida a este puertarraco «hors catégorie» debe hacerse a ritmo, tirando de riñones (como un ciclista diésel, al más puro estilo Joao Almeida), sin castigarse demasiado en sus primeras rampas (esta novela requiere especialmente de la voluntad del lector, quien tiene que hacer valer su hábito adquirido), porque si uno se castiga demasiado puede acabar dando con sus huesos en el arcén, como el malparado Tom Simpson en aquella fatídica y anfetamínica escalada al Mont Ventoux en el Tour de 1967.

Una vez que se entra en la órbita, en el clima o en el ambiente de la novela (que se acostumbra uno a la falta de oxígeno en las alturas), sólo cabe entregar la voluntad a la prosa de Mann y dejarse mecer, como un velero varado, por su hipnótica escritura, por el envolvente y febril ambiente de esa nave de los locos que es el sanatorio de Berghof.

El narrador, además de reflexionar constantemente sobre el tiempo, juega con este y a veces para los relojes, como hacía El Paula con sus muletazos de derechas, contándonos el primer día del visitante Castorp en Davos en más de 100 páginas, y en otras ocasiones recurriendo a la elipsis para condensar seis años en un capítulo. La relatividad temporal puesta a prueba en fondo y forma, explícita e implícitamente.

Para el goce del lector y para la Historia (perdón por la mayúscula) quedan las disquisiciones, a partir del capítulo sexto, entre los eruditos Ludovico Settembrini y Leo Naphta, quienes terminan retándose a un duelo a primera sangre: de las letras a las armas como preludio de la inminente Gran Guerra que se cierne sobre el acomodado y aburguesado plácido mundo europeo de primeros del siglo XX.

Uno de los momentos estelares o cumbres de «La montaña mágica» es el cierre del capítulo quinto, con el apasionado diálogo, en francés original, entre Hans Castorp y su amor platónico la rusa Clavdia Chauchat: «Laisse-moi ressentir l’exhalation de tes pores et tater ton duvet, image humaine d’eau et d’albumine, destinée pour l’anatomie du tombeau, et laisse-moi périr, més lèvres aux tiennes!».

Una obra, que como era propósito original de su autor, no está exenta de humor, sino más bien repleta de la más sutil y elegante muestra de la inteligencia, en contraposición con la tragedia que empapa el enclave alpino. Las descripciones de los personajes (ese bestiario de enfermos y enfermeros que pululan por Davos), los apodos, las confusiones, las chanzas, la carnavalada del Martes de antruejo... El doctor Behrens, el feudiano doctor Krokovski, tous-les-Deux, la Sociedad del Medio Pulmón, Peperkorn. Entrañables, odiosos, apreciados y risibles.

A caballo entre el ensayo y la novela, Mann tiene espacio suficiente para dar rienda suelta a sus reflexiones e inquietudes sobre lo divino y lo humano. Hay páginas y páginas que son auténticos tratados de anatomía, fisiología, política y filosofía: yendo hasta el más mínimo detalle en cada materia.

En definitiva, una lectura, como dice el periodista y escritor Jorge Bustos, «violentamente contracultural» en nuestros tiempos de «vértigo tecnológico».