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Sabino Méndez: “Los mejores escritores jóvenes españoles están en las columnas de opinión”

El compositor ha conseguido un éxito inusual: el de todas las disciplinas a las que se ha adentrado. Autor del cancionero del rock español, reflexiona sobre temas como la cancelación o el nacionalismo
larazon

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No es casualidad que algunas de las más populares y queridas canciones del rock español luzcan la firma de Sabino Méndez, como también la lucen algunas de las más flamantes columnas de opinión actuales –aquellas que una querría firmar– o libros tan inclasificables como «Literatura Universal», y aquel «Corre, Rocker» con el que provocaba en el año 2000 todo un sismo en su grey. Si el éxito parece cosa inusual, conseguirlo en todas las disciplinas en las que uno se adentra parece ya casi alquimia. Pero es Sabino uno de esos raros talentos al que, sin embargo, la gloria y la fama se la traen al pairo. «¿Cómo voy a preocuparme por las glorias de la inmortalidad artística si la ciencia ha demostrado ya que nuestro universo desaparecerá?», se pregunta divertido, «lo que verdaderamente prevalece y me acompañará hasta que me muera es la extraña emoción que le recorre a uno la espina dorsal cuando está en un concierto y ve que diez mil personas cantan juntas una secuencia de palabras que recuerdo perfectamente cómo las inventé a solas hace muchos años en el comedor de casa de mis padres». Y es que sus canciones siguen emocionando de igual manera a los que las cantaban entonces y a los adolescentes de hoy. Y pese a ello, nunca fue Sabino la típica «rock and roll star», aunque protesta cuando se lo digo: «¡Claro que fui una rocanrol star! Fui todo un guitarrista de rock. Malo, pero guitarrista. Fui una rocanrol star al estilo peninsular y adolescente, que son las que vale la pena ser. Y fue muy divertido. Lo que pasa es que en seguida resultó aconsejable apearse de ese personaje. Ahora bien, con veinte años era un sueño muy estimulante».
Un estimulante sueño al que, sin embargo, renunció, dejando la banda que había creado con Loquillo. «La versión más mítica y rockera», cuenta, «es la que achaca mi marcha del grupo a mis adicciones, pero no es exacta. La decisión la habría tomado igual sin estupefacientes. Llevábamos toda una década de éxito juntos desde adolescentes y teníamos que hacer cada uno su camino para saber con certeza quienes éramos cada uno personalmente. Simple proceso de madurez». Permanece sin embargo la amistad con el que fue compañero, al que hoy siguen identificando las canciones de Sabino. «Los dos somos parte del otro, por eso conservamos una buena amistad. Las canciones no serían las que son sin el carisma de su interpretación y él no sería el que es sin ese repertorio. Somos más que amigos, casi hermanos», añade con cariño. «Y como todos los hermanos, a veces el otro nos tiene hasta el gorro con sus particularidades y otras veces no podemos pasar sin ellas. Ni él ni yo renunciaríamos a todo lo que hemos compartido, las extraordinarias experiencias y todo lo que nos hemos reído juntos con multitud de copas y brebajes. A veces comentamos que nos parece increíble lo que nos ha pasado». Y fue así: tras años en la música, reconocido compositor ya entonces, cuelga la guitarra, decide entrar en la universidad y comienza a estudiar filología. Con un par. «Es que estaba fascinado por los misterios de la escritura. Quería saber más. Casi todo en mi vida se ha guiado siempre por el objetivo del placer y del reto de la curiosidad: resolver enigmas y hacerme preguntas. Incluso muchas veces las decisiones más contraindicadas o arriesgadas han tenido ese motor».

La disidencia está servida

Pocos misterios guarda ya la escritura para él. Brillante columnista de opinión, compañero en las páginas de este diario, algo hay de la estrella del rock en sus palabras. «Empecé tocando la guitarra como un adolescente punk y eso marca. No quiero decir que odie a la humanidad, ni mucho menos, pero digamos que no me entusiasma precisamente el ser humano como género. Con lo cual la disidencia permanente está servida. Pero la actual rockstar del periodismo es el tertuliano, no el columnista. La situación del columnista hoy es la contraria a hace años. Ahora el columnista es el gourmet de la escritura periodística, porque cada vez se habla más y se lee menos. Afortunadamente, eso ha creado toda una generación de columnistas jóvenes de gran calidad, yo diría que incluso con más calidad como escritores que el simple novelista. Muchos de los mejores escritores jóvenes españoles actuales están en las columnas de opinión y, en esa búsqueda de la adjetivación exacta, Umbral también tuvo su peso y creó escuela. Adjetivar es juzgar, al fin y al cabo». Y el Sabino lector los conoce a todos y los disfruta: «Leo a todos esos columnistas jóvenes (si es que se puede seguir llamando jóvenes a gente en los 30 y 40 años). En muchos de ellos reencuentro lo que me gustaba leer en Ibargüengoitia, en S.J. Perelman, en Guillermo Sheridan, en el Pla joven, en Agustín Calvet «Gaziel», en Eugenio Xammar, en Julio Camba, en Chaves Nogales… Sospecho que muchos de ellos han transitado por esa trayectoria de lecturas previas porque la ironía, la hipérbole, se practica con gran talento». Hablamos también del estado actual del debate público, de la cultura de la cancelación. Le recuerdo su canción «La mataré», inspirada en la rumba catalana y en las extremas canciones de Los Chichos y Los Chunguitos, y me pregunto si hoy podría escribirla. «Solo alguien con una mente muy sucia puede pensar que es una apología una canción que consiste, precisamente, en un retrato y una exploración de los tenebrosos rincones del maltrato. Los canceladores no son más que la enésima versión de las ridículas damas de la templanza de las viejas películas del oeste. No hay que hacerles ni caso. Como mucho, creemos el club de defensa de los cancelados, quienes pronostico alegremente que serán tratados como héroes rebeldes dentro de pocas generaciones, el mismo día que los hípsters descubran perplejos en el geriátrico que sus flácidos tatuajes ya no están de moda. Porque vamos a seguir escribiendo canciones y libros como esos, que no quepa duda. Estaría bueno que un crítico de ‘’El País’' nos dijera lo que se va a escribir en el futuro. Eso no es un crítico sino un pitoniso».
Hablamos también del independentismo catalán, claro, de esa especie de religión que al que más y al que menos, sobre todo si se participa activamente en el debate público, y Sabino lo hace, ha costado amigos. «Yo no he retirado la palabra a ningún amigo ni he dejado de quedar con él porque se convirtiera en independentista», explica, «opción que me parece errónea pero legítima. Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo a la inversa. Algunos amigos nacionalistas me retiraron la palabra y dejaron de responder a mis invitaciones cuando aparecí entre el grupo fundador de Ciutadans, incluso aunque nunca militara en el partido. Defender algo que no fuera nacionalista ya me convertía en un hereje y un proscrito, lo cual te puede dar una idea del valor sectario y democrático de cada una de las opciones. El extremismo desgraciadamente no terminará jamás bajo ninguna de sus formas. Es un defecto de fábrica muy desagradable del ser humano. Pensar cuesta más esfuerzo que creer». Barcelonés hasta la médula, desde esa disidencia que es hoy allí no declarase nacionalista, reivindica su amor por la ciudad: «Me encanta mi ciudad. Me encanta su clima, su geografía, su comida. De Madrid me encanta su gente, su grandiosidad, su actividad, sus perspectivas amplias. Barcelona es más cálida pero más ñoña. Madrid es más revitalizante intelectualmente. Te mantiene más vivo, aunque estresa. Madrid es una maravilla. Cuando lo digo en mi ciudad de nacimiento eso irrita, porque la rivalidad se ha convertido ya casi en algo estúpidamente patológico. Es un privilegio disfrutar de ambas ciudades y de una dualidad como esa: mar y meseta a gran altura. Ya la querrían para sí los franceses o ingleses que los pobres solo tienen una: Londres o París, sin competencia».
Sabino solitario
Por Javier Menéndez Flores
Estaba guapo Marlon Brando con aquella perfecto y la gorra ladeada sobre su robusta cabeza, apoyado en su Triumph Thunderbird del 52. James Dean era una tormenta con patas en su rebeldía porque sí, o a la derecha del paraíso, o bañado en petróleo y más solo que un perro. Elvis sonreía como sólo saben hacerlo los dioses, y cada uno de sus movimientos despedía el erotismo de los vencedores. Y sonaban las alentadoras canciones de Eddie Cochran. Y Lou Reed susurraba versos desde el infierno. Y Bowie era un marciano al que no podías dejar de mirar. Cuando Sabino Méndez absorbió con avaricia todo aquel imaginario, aún era un niño. Pero su hambre de épica lo empujó a rellenar cuadernos de historias que con suerte verían algún día la luz.
Igual que en una novela o una película, hay un salto temporal y estamos ya en otro escenario. En un escenario, de hecho. El tipo alto que canta, y que monopoliza los focos, recita las letras que, en noches de fiebre e insomnio, inventó el guitarrista que está detrás de él. Ese músico con chupa de cuero que toca como si no se encontrara allí. Y sólo este parece saber que para que la proa corte las aguas se necesitan unas velas poderosas. En los años ochenta, él, Sabino, fue esas velas. O por ser precisos: sus relatos, capaces de apresar emociones universales.
Tres cumbres del rock español llevan su firma, Rock ‘n’ roll star, Cadillac solitario y En las calles de Madrid. Sólo por esas canciones merece un monumento. Porque si las metes en un robot de cocina, el guiso que sale lo tiene todo. Y porque medio país se ha emborrachado, enamorado o llorado con ellas, y al lado de eso la fama es calderilla.
Catalán con los balcones abiertos, Sabino definió la Movida con una suerte de eslogan: «Tomamos las calles, las camas, los bares y las galerías». Fue por entonces cuando un aguijonazo le reveló «la aspirina total», aunque pronto los arcoíris se transformaron en postales tenebrosas. A punto de sucumbir, un aliento impensado entró en él y le entregó un flotador cargado de respuestas. Y dejó la música por un tiempo y se puso a estudiar, porque quiso vivir y ser mejor. Puede que los días perfectos fueran sólo una ilusión, o quizá no. Pero en los desvanes de la culpa la duda cotiza a la baja, y siempre que el pasado vuelve deja un regusto salobre en el paladar.
Las poses estudiadas al milímetro y las frases efectistas pero huecas, memorizadas con el único propósito de epatar, nada saben de la majestad. La majestad tiene que ver con mantener el tipo aunque dentro de uno se esté librando una guerra. Es estar jodido y pensar, inexplicablemente, en Steve McQueen y Ali MacGraw tumbados en una cama repleta de dólares. O en los Beatles despidiéndose del mundo en una azotea de Londres. O en Robert Redford dormido en un taburete y Barbra Streisand sintiéndole entero con sólo rozarle el flequillo. O en aquel concierto en el que el público y los demás músicos se desvanecieron y sólo quedó él, Sabino. Y uno de sus héroes de la infancia surgió como en un sueño, le guiñó un ojo y levantó el pulgar. La misma noche en que entendió a qué sabía la gloria.
Cadillac solitario es el canto de un corazón roto, pero resulta imposible saber cuántos otros corazones ha unido. Cada día, con ella de fondo, alguien comienza a teclear: «No encontraba una excusa para escribirte…». La vida, tantas veces una balada a deshoras.