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Crítica de clásica
Crítica de "Orfeo y Eurídice": Cuando Orfeo es Cecilia Bartoli
“Orfeo y Euridice” de Gluck. Cecilia Bartoli, Melissa Petit. Les Musiciens du Prince-Monaco. Il Canto di Orfeo. Director: Gianluca Capuano. Ciclo Impacta. Auditorio Nacional. Madrid, 27 de noviembre de 2025.

Cuando Gluck y su libretista Calzabigi decidieron en 1762, en Viena, quitarle el corsé a la ópera seria, probablemente no imaginaban que siglos después una romana de temperamento volcánico vendría a recordaros de qué iba aquella "reforma". Frente a los excesos pirotécnicos del barroco tardío, donde el castrato de turno importaba más que el argumento, Gluck buscó la nobile semplicità. Una vuelta a la verdad dramática que, paradójicamente, requiere intérpretes de una complejidad inmensa para no caer en el tedio. Resulta curioso que la reforma de Gluck, termina paradójicamente sirviendo para el lucimiento de una de las personalidades más barrocas y exuberantes de nuestro tiempo.
Gluck no es fácil. Su música, despojada de adornos superfluos, deja al cantante desnudo frente al público. No hay dónde esconderse. La obra es un monumento a la emoción contenida, un drama que exige una interiorización, aunque, cierto es, que la versión utilizada, la revisada que Gluck presentó en Parma en 1769, permite un enfoque dramático intenso, pero sin esas pirotecnias vocales tan aptas a las cualidades de Bartoli.
La partitura, a menudo tratada como pieza de museo, recuperó con la mezzo ese pulso vital, ese bajar a los infiernos por desesperación. Les Musiciens du Prince-Monaco bajo la dirección de Gianluca Capuano, ofrecieron una lectura vibrante y contrastada, alejada de cualquier tentación de languidez museística, aunque a ratos supeditada en exceso a los tempi caprichosos que impone la protagonista y consiguieron que la arquitectura de la obra no se desmoronase entre recitativos y arias. Hubo precisión, orden, y respiración; lo más destacable quizá fue la manera en que los músicos siguieron a Bartoli, adaptando tempi y acentos sin perder la compostura musical.
Cecilia Bartoli, con un dominio técnico impactante y un instrumento que con los años ha ganado en densidad central y oscuridad tímbrica (lo que le otorga a su Orfeo una gravedad viril muy pertinente), abordó el rol con esa intensidad llena de nervio que la caracteriza, rozando quizá el manierismo en el fraseo, pero con resultados teatrales innegables. Hay momentos en los que Bartoli parece querer convertir al estoico Orfeo en una heroína vivaldiana, pero la partitura no acaba de darla la opción. Así sucedió en el célebre Che farò senza Euridice, con un tempo casi desmadrado al inicio y otro casi letárgico al final, casi detenido y con un hilo de voz, obligando al público a no respirar y demostrando que, más allá de los fuegos de artificio, su inteligencia musical para gestionar los silencios y las pausas dramáticas sigue estando al alcance de muy pocos.
Frente a su despliegue de matices y dinámicas extremas, la Eurídice de Melissa Petit supuso un buen contrapunto, luciendo una emisión canónica, cristalina y homogénea que aportó la necesaria dosis de luz celestial frente a la terrenalidad doliente de Bartoli. Mención aparte merece el desempeño de Il Canto di Orfeo, un coro que comprendió perfectamente su rol de personaje colectivo, empastando con una orquesta de sonoridad incisiva, a veces un tanto seca, pero siempre ágil bajo la batuta funcional y cómplice de Capuano.
El concierto contó con una escenificación mínima, muy pensada y muy trabajada, con vestuario adecuado y efectos de luminotecnia simples pero muy efectivos. Bartolo demostró las razones por las que dirige el Festival de Salzburgo en Pentecostés.
Todo el Auditorio acabó rendido a una figura que siempre va más allá de lo que canta con una ovación de casi diez minutos.
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