Javier Vargas: «Lo que conecta con el público es cuando un corazón le habla a otro»
El ya legendario rockero presenta nuevo álbum doble, «Stoner Night», en el que se sumerge en su pasión, el blues que aprendió en Estados Unidos
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Después de toda una vida agarrado a su guitarra acaba de sacar Javier Vargas al mercado, con su niña bonita, su Vargas Blues Band, el segundo volumen del exitoso «Stoner Night»: su último álbum, grabado a caballo entre Madrid e Ibiza y cuyo primer volumen salía hace unos meses. Ahora, tras un largo peregrinar «en el mundo del blues, de estar con la Warner, de más de 27 álbumes, de muchas producciones tanto en Inglaterra como en EEUU, de no para de girar, de dar conciertos, de superar el gran mazazo que ha sido para la industria la pandemia, de arrancar en cámara lenta tras superarla, me siento muy afortunado de que la música sea mi pasión y también mi trabajo, de seguir aquí». Porque la pandemia, explica, «ha sido una criba enorme y cruel. Ha puesto a cada uno en su sitio: los más fuertes, los que más valor han tenido, los que se lo han podido permitir, son los que han aguantado y son los que siguen. Yo sigo aquí. He aguantado el tsunami y ahora empiezo a recoger los frutos». Unos frutos que vienen de largo, que no son puro azar. Que suman talento, esfuerzo, constancia y trabajo duro. «Empecé a tocar la guitarra con 12 años», explica. «Mi padre era arquitecto y cuando éramos muy pequeños nos mudamos a Latinoamérica, primero en Venezuela, luego Argentina. Allí, en los años 60, de muy pequeño, yo ya empecé a escuchar a los Rolling Stones, a Jimmy Hendrix, escuchaba blues. En ese momento yo ya tuve clarísimo que esa música, esa forma de vida, me fascinaba. Mi pasión siempre fue la música. Al principio escuchaba todo: pop español, tanto, música latina. Siempre sentí fascinación por la música en general. Hasta que descubrí el blues y me entró su veneno». Mal estudiante e indisciplinado, convenció a sus padres para dejar la escuela y dedicarse a aquello para lo que, ya lo sabía entonces, había nacido: la música.
«Cuando convencí a mi padre de dejar la escuela y dedicarme a la música, mi padre se empeñó en que estudiara, pero es que yo no podía, mi mente iba más rápido. Quería captar y asimilar todo ya, no tenía tiempo para estar allí asimilando eso a cámara lenta. Y ahí empezó todo. Mi primera guitarra, una Faim, la gasté de tanto tocarla. Tocaba hasta a escondidas, cuando mis padres se iban a la cama, escondido en el baño. Y siempre pegado a la radio escuchando música. Tenía un don». Pero será más adelante, ya en Nashville, cuando entre en contacto con el blues: «Llegué allí con muy poco dinero y me matriculé en la universidad pero solo para engañar a mis padres. Yo iba claramente enfocado a descubrir los clubs y a los músicos. Y no iba a parar. Estuve allí casi dos años viviendo, conocí grandes músicos, toqué muchísimo, grabé en estudios, tocaba con bandas locales… Aquellos años fueron determinantes para mí. Hasta hice de extra en la película ''Nashville'', de Robert Alman», ríe. «Yo allí y en aquella época ya tenía muy claro que quería hacer mi propia música. Me marché a Los Ángeles, donde me quedé hasta el año 77, y allí toqué con diferentes bandas de funk, de blues, de rock. Yo sentía que tenía que moverme y era muy echado para adelante. A veces viví situaciones, no diré peligrosas, pero sí arriesgadas. Tocaba, por ejemplo, con una banda que yo era el único blanco y tocábamos en la parte más chunga del barrio negro de Los Ángeles. Casi dos meses estuve tocando allí y luego cuando tocaba con otras bandas y lo contaba los músicos se quedaban alucinados, no se podían creer dónde me metía. Así pude conocer y vivir el blues en su esencia. Cuando me venció el visado de estudiante y volví a Venezuela, mi padre insistió en que volviera a España, que estaba en plena transición, y me vine. Mis padres nacieron en Madrid y yo había nacido aquí, tenía familia aquí, así que decidí venir. Yo estaba muy americanizado, mi forma de pensar y de hacer música era muy americana. Pero cuando llegué, primero a Barcelona donde estuve unos meses y me encantó por su vida nocturna, y luego ya en Madrid, empecé a buscarme la vida, conocer músicos. Era un momento de eclosión, de muchas ganas de hacer cosas. Ahí empezó mi andadura y lo que descubrí me hizo olvidar EEUU y decidir que fuera Madrid como base de operaciones para desarrollar todo lo que había aprendido. Conocí a Manolo Tena, a Salvador, a Miguel Ríos… Y con Miguel fue mi primer trabajo profesional importante en España. Seguí trabajando con él en todo lo que fueron las canciones que están ya en el Rock & Ríos, pero sin perder nunca de vista mi proyecto de montar mi propia banda y abrirme camino tocando en una banda de blues, que en aquel momento era una locura. Yo venía de un lugar que iba mucho más avanzado que España en música, allí ya estaba Blondie, Los Ramones, todas las bandas de blues, los Sex Pistols… Yo venía como de vuelta».
Será en los noventa cuando ese sueño de su propia banda se haga realidad, con la Vargas Blues Band, con la que ahora en junio, el 23, estará en el BBK Bilbao Music Legends Fest, en el Bilbao Arena, parte de una gira que le llevará de Gijón a Sevilla, pasando por Pamplona o Jaén. E incluso Suiza. «Un artista», reflexiona, «debe hacer lo que tiene en el corazón. No lo que imponga una industria que te ve como un producto, no como un artista. Hasta que consigues la definición de artista, de tener tu propia música y ser auténtico tienes que saltar muchos obstáculos. Muchos artistas eso no lo entienden, y se terminan frustrando. A veces la industria, su visión comercial, entiende mejor que el artista lo que se está pidiendo en ese momento. Pero uno tiene que defender siempre lo que dicta su corazón. Si no te lo crees, si es impuesto, no vas a ser nunca un artista de verdad. Lo que conecta con el público es cuando un corazón le habla a otro. De eso tratan la música y el arte».
El guerrero de la carretera
Por Javier Menéndez Flores
Vive Javier Vargas entre Madrid y un jet lag crónico, entre la nobleza sin esmoquin del paseo de la Castellana y la heroicidad de cien habitaciones de hotel repartidas por cien ciudades de tres continentes. Los aeropuertos y las estaciones de tren son ya parientes cercanos; lugares por los que pasa como ese asesino profesional que desde el instante en que recibe el encargo es ya una bala imparable hacia el corazón de su blanco. Pero nunca viaja solo: lo acompañan varias Strato de distintas edades y voces, lo que viene a ser como llevar la patria a cuestas. Y hay un momento mágico en cada parada del trayecto, ya sea en la América profunda o en la Europa del Este: aquel en el que le extrae la primera nota a su guitarra en la semioscuridad de una sala en la que han dejado su arte y sensibilidad maestros absolutos a los que nadie reconocería por la calle. Sólo si has sido bendecido por esa experiencia puedes concluir que Beale Street y Chamberí no son tan diferentes si de lo que se trata es de tocar blues. De lo único que él debe preocuparse es de ejecutarlo con excelencia, y eso hace ya un siglo que dejó de ser un problema.
Hay itinerarios geográficos que marcan a fuego una vida: Madrid, Mendoza, San Luis, Mar del Plata, Caracas, Nashville, Los Ángeles, Londres, París, Barcelona. Y hay, luego, itinerarios artísticos que la explican: Cráter, Banana, Pasarela, Rh.+, Comando Rock, Miguel Ríos, Orquesta Mondragón, Manolo Tena. La Vargas Blues Band es el resultado de toda esa sabiduría. La empresa ambulante de quien, después de trabajar con los mejores, decide que ha llegado el momento de continuar el camino sin otra compañía que la de uno mismo. Y así, sin apenas darse cuenta, se ha zampado más de tres décadas en las que nunca ha recibido la oscura visita de los números rojos porque Vargas no descansa ni cuando duerme, y una treintena de discos lo avalan. El último, «Stoner night», suena como el repicar de la lluvia de Memphis sobre los capós de los Cadillac, los Chevrolet y los Ford, y deja un regusto de paz entre las sienes.
No es Javier un hombre que consuma mitología ni que se gaste dinero en pósters, porque, aunque aún es jovencísimo, ya tiene una edad, pero a su Santana que no se lo toque nadie. Y si tuviera que pisar un escenario altamente peligroso y fuera necesario ir acompañado de un par de guardaespaldas infalibles, Debbie Davies y Sue Foley serían las elegidas, puesto que pocos portan el fuego del talento y la emoción como esas dos mujeres de infinita fortaleza.
Este guerrero de la carretera, este Mad Max del blues, aprendió en una noche con sol, de revelaciones varias, que seis cuerdas te pueden llevar al cielo y que cuando las haces sonar los nubarrones desaparecen en el acto y las águilas te hacen una leve inclinación de cabeza. Y ese ha sido un motor que lo ha ayudado a no perderse en distracciones vanas. Pero, por si acaso, reza cada noche el «Hoochie coochie man» que inmortalizó Muddy Waters, porque está convencido de que ese padrenuestro lo mantendrá a salvo de los demonios y de esos despiadados mercaderes que jamás entendieron el arte de la sangre española pero la siguen succionando. Alma mestiza, instinto asesino, mirada sin límites. Javier Vargas atesora gloriosos ayeres pero nunca vuelve el rostro, pues entendió pronto que vivir es avanzar. Mañana se despertará en una habitación de hotel de Chicago, Austin o Moscú y hará frente a una nueva noche llena de música y posibilidades. Su patria, sí, cabe en un estuche rígido de poco más de un metro, aunque siempre regrese a Madrid, que es ese insólito lugar capaz de contener todos los rincones del mundo.