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Lo que la cultura debe a Franco (y al revés)

¡Otro maldito libro sobre la Guerra Civil!

El régimen franquista ha inspirado innumerables libros en que se ha analizado su carácter dictatorial, por medio de historiadores enfrentados y narradores que han captado una época esencial de la España contemporánea

Camilo José Cela siempre quitó importancia y ninguneó a los censores Tiempo

La literatura en España tras la Guerra Civil, huelga decirlo, se transformó en un campo de batalla ideológica, donde las voces de resistencia y conformidad coexistieron en un entorno marcado por la represión y la censura. Era un mundo férreo en que la expresión artística tenía que buscarse su propio acomodo; unos promovieron una visión que reflejaba sus valores nacionalistas y católicos, afines al régimen, a través de obras oportunistas que el paso del tiempo ha enterrado, mientras que muchos escritores optaron por resistir a través de sus escritos, forjando vías de representar aquella España evitando la tijera censora.

Antonio Buero Vallejo, por ejemplo, utilizó el teatro como plataforma para explorar temas de libertad y opresión, muy en especial en «El tragaluz» (1967), un ejemplo brillante de cómo el arte puede utilizar metáforas para cuestionar la realidad social y política de su tiempo. La trama se desarrolla en un sótano donde vive una familia que ha sido condenada a una vida de oscuridad y aislamiento. El único contacto con el mundo exterior es a través de un tragaluz por el que entra la luz, lo cual simboliza la esperanza y la posibilidad de un futuro mejor.

La sutileza de la literatura crea ese juego de claroscuros en que se puede activar la crítica y a la vez sólo sugerirla, alcanzando una «verdad» que ni parecen lograr los profesionales de la historia, que tantas veces toman partido ideológico o aceptan acríticamente los estudios del pasado, repitiendo tópicos o estadísticas que siempre son susceptibles de manipularse. Francisco Fuster -prologando «¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador» (Fórcola, 2012), de José Martínez Ruiz, Azorín- hablaba de cómo el autor alicantino se preocupó por «cómo el historiador se convierte en narrador para construir un relato coherente a partir de lo que sólo era una montaña de datos». Pues bien, ¿qué relato persiste o se impone hoy en día?, ¿el que lee la historia de forma activa tratando de entenderla sin tomar partido en busca de la máxima objetividad posible, o el que comenta la historia mediante un libro para apoyar la narrativa de un bando determinado?

Azorín optaba por un tratamiento de lo histórico que tenía una premisa principal: la historia es más subjetiva que objetiva, más esta otra, muy crítica con nuestro país, esto es, que la historia de España se conoce y se enseña mal; y, por último, que la historia, más que una ciencia, sería un «arte de nigromántico», es decir, algo relacionado con la magia negra. Otra «magia», la literaria, es la que aportaría la ilusión de vivificar el pasado por medio de las historias de los personajes que -en el caso que nos ocupa ahora- han poblado hasta la saciedad relatos y obras teatrales de contexto franquista, ya sea en argumentos en torno a la guerra, a la dictadura o incluso al tiempo democrático, cuando Franco sigue estando «atado y bien atado».

Frente a la censura

De mil y una maneras, absolutamente inabarcables, Franco ha devenido un símbolo literario de opresión, autoritarismo y memoria colectiva a través de diversas obras en las que los escritores han abordado su figura desde ángulos que van desde la sátira y la crítica hasta la reflexión profunda sobre la condición humana en un ambiente de represión. Rafael Sánchez Ferlosio, en su novela «El Jarama» (1956) -aunque Franco no aparezca directamente como personaje-, representó el paisaje social y la vida cotidiana de unos personajes cuya pasividad y alienación reflejaban un contexto donde el régimen ahogaba las aspiraciones individuales y colectivas. Aquí, Franco era una presencia tácita, un recordatorio constante de la opresión que permeaba la existencia de los ciudadanos.

Por su parte, en «La colmena» (1951), de Camilo José Cela, la figura de Franco emerge indirectamente al ofrecer un fresco de la posguerra española, una sociedad marcada por el hambre y el miedo. Cela siempre habló de manera despectiva de los censores, quitándoles importancia hasta ningunearlos, aunque los sufriera, como cuando publicó dicha obra en Buenos Aires ante la imposibilidad de hacerlo en España (aunque, paradójicamente, el gallego trabajó para el régimen franquista en la oficina de censores entre 1941 y 1945 porque, según insinuó, de algo tenía que comer). El texto se puede interpretar como una mirada a la descomposición social que el régimen había provocado, de modo que Franco podría verse como una fuerza desestabilizadora que perpetuaba el sufrimiento y la desesperanza. Más adelante, el mismo autor abordará la Guerra Civil de forma más directa con «San Camilo, 1936», haciendo una crítica a la brutalidad colectiva y evitando una condena explícita al régimen (en 1969 no era posible hacerlo abiertamente).

Otro gigante de las letras españolas del periodo franquista y posterior como Miguel Delibes también sufrió la censura, en su caso, como una obsesión, como se vio en «Correspondencia 1948-1986» (2002), entre él y el responsable de la editorial Destino, Josep Vergés. En muchas de las cartas ahí reunidas, se hablaba de semejante temor, algo que siempre puede provocar dos cosas: por supuesto, que el órgano del poder competente decida eliminar alguna palabra, expresión o el libro en su totalidad del autor de turno, o que este escriba intimidado por la fuerza de sus propias palabras, esto es, que se autocensure. Fue el caso de Blas de Otero, que transigió y vio cómo sus poemarios eran retocados por manos ajenas y tiquismiquis, en un contexto de poesía social que iría cobrando coraje y atrevimiento.

El peso del legado franquista

Hay mil ejemplos, y muchos escritores que vivieron la España franquista en un momento u otro reflexionaron sobre esta a veces necesaria autocensura para que no sucediera la censura oficial, y cómo eso derivó en estilos y decisiones literarias diferentes: Mercedes Salisachs, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Buero Vallejo o el propio Delibes debieron enfrentarse a ello si querían publicar sin demasiados problemas; algunos de ellos hablaron del inconsciente, el verdadero censor en tiempos de restricciones de lenguaje, e incluso Delibes «mató» al Mario de su famosa obra, según él mismo «receloso de la censura y por motivos estéticos, lo cual mejoró en mucho la novela».

Ya lo advirtió Josep Maria de Sagarra, en uno de sus artículos: «El oficio de literato, en nuestro país, es de los menos retribuidos, de los que llevan más compromisos y de los que se les exigen más responsabilidades». Lo dijo durante la Segunda República, y su amigo Josep Pla, ya en democracia, lo que sigue: «Este es un país que no sabe leer ni escribir. ¿Porque nos han pisado, dice? ¡Eh! Franco, pura coña. La censura no ha sido nada» (en una entrevista de «El Correo Catalán», en 1978). En torno a esos años, Sergio Vila-Sanjuán, en «Pasando página. Autores y editores en la España democrática» (Destino, 2003), ponía un ejemplo de manipulación política de la cultura: Mercè Rodoreda manda en vano «La plaça del diamant» (1962) al premio Sant Jordi, pues «en los círculos de la resistencia catalanista se considera que tanto hincapié en un mundo interior femenino como contraposición al mundo de los hombres no es lo bastante patriótico para las necesidades del momento, donde lo importante es afirmar la lengua catalana y combatir a Franco».

Se diría que aún se le combate, se le recuerda en la literatura contemporánea: Javier Cercas -el exitoso autor de «Soldados de Salamina», de trasfondo guerracivilista-, en «Anatomía de un instante» (2009) hizo que a través de un análisis detallado del intento de golpe de estado del 23-F en 1981, se reflexionara sobre el pasado y se examinara la figura de Franco como influencia persistente en la identidad y la memoria colectiva de la nación. El legado franquista pesa más y más, a efectos literarios, tras un siglo XX con grandes voces como Ana María Matute, Carmen Laforet, Juan Marsé, Luis Martín-Santos o Francisco Umbral que tanto habían reflejado aquella España gris y víctima de la vigilancia estatal y autoritaria. Franco es, así, un recurso simbólico para abordar la lucha por la memoria histórica, como se desprende de la obra de Almudena Grandes, que en su serie de novelas «Episodios de una guerra interminable» entrelazó historias de resistencia contra el franquismo con la figura del Caudillo como antagonista. Era un Franco intimidante, que alimentaba el miedo de la población, pero también una representación de las complejidades morales y éticas que afrontaron aquellos que se opusieron al régimen.