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Hallazgos arqueológicos

Puer, la primera cárcel para criminales adolescentes

La penitenciaría de Point Puer era de castigo pero también de reforma e integración

La penitenciaría de Porth Arthur abrió sus puertas en 1848
La penitenciaría de Porth Arthur abrió sus puertas en 1848Archivo

Sería un error estimar la preocupación por la criminalidad juvenil como un tema estrictamente actual. Ya en Roma conocemos la existencia de bandas juveniles, como los eversores norteafricanos, “nombre siniestro y diabólico que llegó a convertirse en vitola de elegancia”, aludidos por San Agustín en sus “Confesiones” y, por supuesto, hay sobrados ejemplos posteriores. El reformismo social del siglo XIX marca un hito en su consideración ejemplificado en el retrato de los jóvenes criminales descritos por Dickens en su "Oliver Twist" pero, aunque hubiera una mayor preocupación por su génesis y tratamiento, se les castigaba de forma similar a los adultos.

En este sentido, acaba de publicarse «At the Edge of Space: the Archaeology of Boundaries within a Landscape for Young Convicts» en la revista International Journal of Historical Archaeology. Este artículo colectivo liderado por Caitlin D’Gluyas estudia la penintenciaría juvenil de Point Puer que, situada en una estrecha península de la isla australiana de Tasmania y vinculada a la cercana cárcel para adultos de Port Arthur, tiene el honor de ser la primera institución británica destinada a la criminalidad adolescente. Albergó de 1834 a 1848 a 3653 internos de entre 12 a 18 años llegados desde la metrópoli a causa de todo tipo de delitos como, por ejemplo, Jeremiah Melbourn, un niño de 14 años acusado de robar tres pantalones en Cambridge que fue transportado en 1836 en el navío Frances Charlotte junto a otros como Thomas Wigley, castigado por sustraer un pañuelo.

Este tratamiento es coherente con la política británica de traslado de criminales a sus colonias reflejado en la "Transportation Act" de 1717 que llevó a miles a las colonias norteamericanas y, tras su independencia, a Australia. A este territorio llegaron más de 162.000 delincuentes entre 1788 a 1868 para que contribuyeran con su trabajo al establecimiento de la colonia y, una vez cumplidas sus penas, si así lo deseaban, iniciar una nueva vida. Una solución que, por lo demás, no es exclusivamente británica como lo demuestran innumerables paralelos históricos como, por ejemplo, la concesión de inmunidad a todo criminal que viniese a repoblar territorios peligrosos en la España medieval como se observa, por ejemplo, en el fuero de Calatayud concedido por Alfonso I el Batallador en 1131.

El artículo de D’Gluyas analiza este presidio desde el interesante prisma de la arqueología de las fronteras. Aunque en el ámbito carcelario se aprecia un límite quintaesencial en la divisoria entre libertad y cautiverio, este enfoque va más allá. Como indica el artículo, las fronteras pueden estudiarse como espacios binarios, de entrada y salida, pero también como ámbitos de interacción y, más aún, en “los espacios diseñados para el control”, como este lugar de reclusión. Así, plantean un análisis global, tanto espacial como físico y social, mediante la arqueología de campo, la prospección con el empleo de Quantum GIS y LiDAR, la cartografía histórica, la toponimia y el trabajo de archivo.

De este modo, conforme las teorías carcelarias vigentes en aquel momento, una prisión se contemplaba como un espacio de castigo pero también de reforma e integración y, más aún, en el caso de un presidio juvenil. En consecuencia, este artículo analiza las características, vínculos, relaciones y, en especial, el grado de jerarquización de los diversos espacios, desde las zonas de reclusión hasta las de trabajo, pues se les enseñaba una profesión, y áreas educativas, pasando por los espacios recreacionales para el disfrute de los internos y las zonas administrativas, así como las residencias de los funcionarios de prisión y sus familias. Ocupaba un espacio central la capilla que, erigida sobre una plataforma, “conectaba visualmente la religión con todos los espacios delimitados” y “maximizaba el impacto en los jóvenes internos, a los que se estimaba como más maleables y más necesitados de un mensaje obvio que los presos adultos”.

Pese a los deseos, Point Puer era un lugar terrible de privación más mortal, según recientes estudios, para sus internos que para los adultos de Port Arthur, donde se aplicaba un durísimo código disciplinario. Las peleas, la desobediencia, la pereza o el mal lenguaje podían implicar la reclusión en una pequeña celda de aislamiento colectiva de 2,2 por 1,7 metros o individual de 1,7 por 1 metros. Si no perecían durante su estancia penitenciaria, acabando sus huesos en la vecina Isle of the Dead (Isla de los Muertos) donde reposaban todos los fallecidos en Port Arthur, distinguiéndose también espacialmente los libres de los reclusos, siendo enterrados estos últimos en fosas comunes localizadas en la zona baja del cementerio, eran libres para retornar al Reino Unido o comenzar una nueva vida en Australia. Es el caso del citado Jeremiah Melbourn que, aunque fuera castigado tras golpear a un compañero en Point Pier, sobrevivió, salió de prisión en 1843, se casó con Alicia Burke, trabajó en diversas ocupaciones hasta que falleció en 1913 en la localidad australiana de Fitzroy con 90 años de edad.