Crítica de teatro
“Lengua madre”: El sopor también tiene adeptos ★☆☆☆☆
Lola Arias naufraga con un teatro de convencidos para convencidos en el que no cabe la duda ni el análisis ni mucho menos la autocrítica
Autora y directora: Lola Arias. Intérpretes: Paloma Calle, Rubén Castro, Susana Cintado, Pedro Fuentes, Eva Higueras, Silvia Nanclares, Laura Ordás, Candela Sanz y Besha Wear. Teatro Valle-Inclán, Madrid. Hasta el 10 de abril.
Si la obra Supernormales representa la cara de lo que hay programado por el Centro Dramático Nacional en el Teatro Valle-Inclán, Lengua madre es su indefectible cruz. Lástima que aquella se haya estrenado sin mucho ruido en la sala pequeña, y que esta ocupe la inmensa sala principal y goce de tanta repercusión; pero así son las cosas, qué le vamos a hacer. Unas obras llaman más al público y otras menos; y eso pasa porque, también fuera de los círculos comerciales al uso, no nos engañemos, hay mecanismos y fórmulas para garantizar una mínima aceptación, y hasta un mínimo éxito, de determinadas propuestas.
Hablando en plata: hay creadores que se venden muy bien, que venden muy bien sus productos y que saben a la perfección que muchos espectadores buscan en el teatro lo mismo que en un mitin: reafirmarse en la idea que ya traen preconcebida de casa y sentirse seguros al ver a más gente supeditándose a ella. Y eso es lo que ofrece Lengua madre, una aburridísima obra, supuestamente de teatro documento, escrita y dirigida por Lola Arias que trata temas como la educación y la orientación sexual, el aborto, la identidad de género, las distintas formas de ser padres o madres, la vida y el amor en pareja y fuera de ella, etc. Temas que, tal y como están tratados, resultan menos interesantes aquí que en cualquier conversación que pueda tener uno al respecto con sus amigos en un bar.
Si en Supernormales el director consigue que los actores no profesionales hagan un trabajo memorable, lo que consigue Arias en Lengua madre es que ninguno de ellos vuelva a tener ganas en la vida de subirse a un escenario. Nadie se ha preocupado, según puede uno observar, por ofrecerles herramientas adecuadas para poder comunicar algo al público. Cierto es que tampoco hay mucho que comunicar en este tipo de teatro mitinero, que no político ni social; es un teatro de convencidos para convencidos en el que no cabe la duda ni el análisis ni mucho menos la autocrítica. Un teatro cuyo debate conceptual más profundo, si es que hay algo profundo, no emerge en el escenario en forma de conflicto dramático, sino en forma de perorata, cuando no de proclama tan simple que provoca sonrojo (“Aborto porque me sale del coño”, grita un personaje buscando sin pudor la aquiescencia del respetable). Un teatro que dice ser documental y que se permite nada menos que… ¡dibujarnos el futuro!, con un efectismo, claro, rayano en el infantilismo. Y un teatro en el que uno tiene a veces la sensación de que le están tomando impunemente por idiota.
“Mis padres eran jipis –dice un personaje bastante más joven que yo–; y, aunque se consideraban liberales, nos llevaron a un colegio de monjas porque era el que quedaba más cerca de casa”. Hombre…, por favor…, que no me tomen el pelo. Que no me hagan creer que ese era el modo de pensar y proceder de la gente más liberal en la época de la que hablan. Yo soy bien mayorcito y ya estudié, porque así lo quisieron expresamente mis padres, que no eran jipis, en un colegio laico y mixto; en el mismo colegio que también estudió mi hermana, ¡que es mayor que yo! No transformemos la realidad a nuestro antojo; no forcemos ni manipulemos si queremos de verdad perfeccionarnos como sociedad y cambiar las cosas para bien.
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