Crítica de teatro

“El principio de Arquímedes”: La hondura de lo intemporal ★★★★☆

La excelencia artística del obrón de Josep Maria Miró está en trascender el “aquí y ahora”

"El principio de Arquímedes" estará en el Teatro Quique San Francisco hasta finales de mayo
"El principio de Arquímedes" estará en el Teatro Quique San Francisco hasta finales de mayoLa Razón

Autor y director: Josep Maria Miró. Intérpretes: Pablo Béjar, Alejandro Tous, Ana Belén Beas y Guillermo López. Teatro Quique San Francisco, Madrid. Hasta el 29 de mayo.

Diez años hace que se estrenó por primera vez, en la Sala Beckett de Barcelona, esta exitosa obra de Josep Maria Miró que vuelve ahora a la cartelera, de nuevo dirigida por él mismo. El resultado de este montaje de El principio de Arquímedes sirve muy bien para tumbar esa idea, tan taxativa hoy, y tan ajena a la verdadera naturaleza del arte, de que el teatro, por ser una expresión viva, necesita una intensa reescritura y actualización si quiere mantener su interés en el tiempo. Aunque algunos se nieguen a reconocerla, porque pondría en entredicho la dimensión de sus logros, la realidad es otra: tanto más necesitan reescribirse las obras cuanto más carecen de un sustrato dramático sólido, complejo, profundo y universal. De hecho, la excelencia artística radica, precisamente, en trascender el “aquí y ahora”; por eso algunas obras se convierten en “clásicas”. Y eso es lo que parece que está llamada a ser El principio de Arquímedes, porque sencillamente es un obrón.

En el curso de una clase de natación para niños, un monitor tiene que gestionar la negativa de uno de sus alumnos a lanzarse al agua por primera vez sin el flotador que ha estado usando hasta el momento. La personalidad abierta, desenfadada, casi gamberra y, quizá para algunos, temeraria del joven profesor podría ser incompatible con las aptitudes y actitudes pedagógicas que se esperan de él. Pero el verdadero conflicto de la historia no es de índole didáctico, sino moral, y surge a raíz del cariñoso beso que el monitor da luego al niño para resolver la situación. Un conflicto que se plantea en el escenario, con toda su potencia, ya en la primera escena.

Los padres exigen que los responsables de la piscina tomen medidas drásticas con un profesor que podría ser un depravado; por su parte, en la jefa y en un compañero y amigo del instructor se van instalando poco a poco ciertas dudas, cierta desconfianza. Y esta desconfianza es a la postre el verdadero y gran tema de la función. Y es grande por lo bien tratado que está en términos dramáticos; esto es, con ambición filosófica o conceptual, despojado de infantiles maniqueísmos y sujeto a la interacción de unos personajes complejos y perfectamente dibujados en toda su amplitud psicológica y existencial. La obra, insisto, no va de los problemas que pueden surgir en el ámbito de la relación entre educador y educando; ni mucho menos de la orientación sexual del protagonista como argumento mal esgrimido por algunos para explicar ciertas conductas; ni siquiera va de la dificultad para identificar con seguridad el acoso y poder así atajarlo. Todos esos asuntos están presentes, sin duda; pero, en puridad, esta es una función sobre el sentido verdadero de la palabra “prejuicio”; sobre cómo la acción de prejuzgar es inherente al ser humano y resulta necesaria para garantizar su supervivencia en la jungla social, y sobre cómo esa acción nos puede convertir, a la vez, en seres despreciables dentro de esa misma sociedad.

La obra tiene una estructura fragmentaria que imprime en el espectáculo un agradable aroma casi a thriller psicológico; pero, además, el director ofrece al espectador, con cada analepsis y con cada regreso a una situación dramática ya planteada anteriormente, la posibilidad de que esta sea contemplada, literalmente, desde otro ángulo, ya que varía la perspectiva a la hora de hacer que los personajes y los elementos escenográficos vuelvan a ocupar el mismo espacio que ya habían ocupado.

En el capítulo actoral, destacan Guillermo López y, especialmente, Pablo Béjer, que sabe generar la necesaria y justa ambigüedad que precisa su protagónico monitor de natación.

No obstante, para que sea redonda, a la función le falta todavía un poco de ritmo que, seguro, irá cogiendo a medida que se vaya rodando. Y falta también un poco de energía en la emisión de la voz para hacer que el texto llegue más nítido a un público que, el día que yo fui al teatro, tenía que abrir demasiado las orejas si quería enterarse.

Lo mejor

El montaje demuestra que, cuando el conflicto está bien planteado, la obra de teatro es imperecedera.

Lo peor

Los esfuerzos que había que hacer en algunas escenas para escuchar bien el texto.