Almada, o la excelencia del espectador
El festival de teatro de la ciudad portuguesa cierra su 40ª edición con una programación memorable en la segunda semana tras el pinchazo del célebre Peter Stein
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50 años han pasado desde que el pueblo de Almada alcanzara el estatus de ciudad y 40 años desde que comenzara a andar su festival internacional de teatro. El desarrollo de este municipio y su evolución cultural han estado, pues, estrechamente ligados al arte de Talía en el último medio siglo. Y eso se nota, sobre todo, en un detalle: la "calidad" y la "educación" de sus ciudadanos como espectadores, es decir, como receptores interesados en el hecho artístico. Esto no significa que el de aquí sea un público pusilánime y sumiso que se trague embobado cualquier cosa, ni mucho menos. Lo que quiere decir es que, les guste más o les guste menos lo que vean, son personas respetuosas y sumamente atentas a lo que les están proponiendo.
Prueba de ello es lo que ha ocurrido en la segunda semana del festival con el aclamado –casi glorificado– Peter Stein, cofundador de la ya mítica compañía alemana Schaubühne am Halleschen Ufer, transformada después, con su cambio de sede, en Schaubühne am Lehniner Platz. El director, uno de los grandes reclamos internacionales de esta 40ª edición, ha llegado a la ciudad portuguesa con una producción italiana –en la que participa el prestigioso Teatro Stabile del Veneto– de "La fiesta de cumpleaños" (titulada aquí, de manera más simple, "Il compleanno"). La obra de Harold Pinter –una de las primeras que estrenó– es tan aburrida como prácticamente todas las suyas, si exceptuamos "Traición". Ni Stein ni el mismísimo diablo lograrían hacer digerible hoy un texto que, igual que tantos otros adheridos a ciertas vanguardias del pasado siglo, debe su relativo éxito no al sustrato conceptual y emocional de la trama y de los personajes –sustrato que se revela en verdad bastante pobre-, sino a la turbación que podía provocar una dramaturgia, tan novedosa en su momento como perecedera, donde se fracturaba deliberada y caprichosamente la trabazón lógica. Nos podremos poner tan estupendos como queramos con algunos autores, pero Pinter no ha envejecido igual que Shakespeare; del mismo modo que Quentin Tarantino no podrá envejecer igual que Billy Wilder. La facultad para proponer lecturas e interpretaciones, desde lo meridiano y reconocible hasta la infinita y desconocida negrura, no es la misma en los primeros que en los segundos.
De este modo, la historia que aborda "La fiesta de cumpleaños" sobre un pianista que vive en una casa de huéspedes, y que parece esconder algún secreto de su pasado, difícilmente puede llegar a comunicar algo al espectador de hoy que no sea aburrimiento en una función de dos horas y media de duración para la que ni siquiera alguien con la experiencia de Stein ha sabido elegir un código óptimo de representación. Atenuando en cierta medida esa cansina incongruencia dramática que propone el autor, el director ha tratado de empujar el surrealismo de la trama hacia los lindes de la comedia convencional, hasta tal punto que uno tiene a veces la sensación de estar viendo casi un sainete. Pero el hermetismo de la acción impide un acomodo eficaz de la historia a esos parámetros, y el humor no llega a fluir por ningún lado, ni siquiera en el personaje de la señora de la casa, con diferencia el más logrado y sugerente de la obra.
Así, mientras algunos que veníamos de España resoplábamos implorando el final de la función y nos revolvíamos impacientes en el asiento de la atestada Escuela D. Antonio da Costa –con aforo para más de 600 personas–, ¿qué hacía el público de Almada?... Pues atender, atender y atender a todo lo que pasaba en el escenario. Eso sí, cuando llegó el descanso después de hora y media, la desbandada fue mayúscula. Un abandono llamativo, pero, al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, discreto. Porque aquí, aunque algo no guste, nadie se siente estafado ni grita “¡Qué vergüenza!” ni nada por el estilo. Aquí la gente que viene al teatro, que es mucha –se están llenando cada día prácticamente todos los espacios del festival– ocupa su localidad con la única intención de ver, escuchar e intentar disfrutar. Y, como son inteligentes y tienen experiencia, saben que eso último es posible unas veces y otras no tanto; que el arte es subjetivo, y que para gustos... los colores.
Pero ese respeto del público por lo que un determinado creador les quiere mostrar y esa perseverancia en seguir acudiendo al teatro, aunque algunas propuestas sean fallidas, se han visto recompensados con creces tras la marcha de Stein. Porque, inmediatamente después, y hasta la clausura ayer de la presente edición, ese mismo público ha podido gozar –y no exagero empleando este verbo– con un espectáculo de danza de exquisita factura formal y estética como es "Momo", de los israelíes Batsheva Dance Company; un ingenioso, divertido y gamberro trabajo circense de la compañía francesa Galactik Ensemble que se titula "Optraken"; una simpática comedia sobre el mundo del actor, llamada Calvario, del propio director del festival, Rodrigo Francisco; un entrañable cuento sobre la emigración –moderno pero con reminiscencias clásicas y perennes– que se llama "Ulises en Taurirt" y lleva la firma del polifacético Abdelwaheb Sefsaf; otra pieza de circo, extraordinaria, del francés Yoann Bourgeois, que se titula "Minuit" y contiene un número de cama elástica con una altura poética que yo jamás había vito, ni había podido imaginar siquiera, en esta disciplina artística; y, por último, una suerte de autoficción sobre la vida y la muerte con la que el aplaudido director suizo Milo Rau ha hecho derramar lágrimas por doquier en un Centro Cultural de Belem, con capacidad para cerca de 1.500 personas, en el que no cabía un alfiler. Por cierto, "Everywoman", que es como se llama esta conmovedora, profunda y sincera obra de Rau –con una magistral Ursina Lardi como protagonista y coautora– estará tres días en nuestro país en enero del próximo año programada por el Centro Dramático Nacional. Y las entradas ya están a la venta. No digo más.