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Teatro de la Abadía
Crítica de 'Los amores feroces': Octavio Paz y las caras del amor ★★★☆☆
El tema de la función es el tema por excelencia dentro de los cuatro o cinco más universales que han tocado y tocarán siempre los poetas: el amor

Empieza a ser menos infrecuente encontrar en la cartelera propuestas teatrales que, sin renunciar a la palabra literaria como elemento fundamental de su dramaturgia, tengan una vocación más poética que dramática, más lírica que narrativa, más simbólica que naturalista. Creo saber lo que digo porque yo mismo, advirtiendo esa carencia, monté una compañía hace más de un lustro que tenía -y tiene- como objetivo ocupar, modestamente, un tranquilo huequecito en lo que parecía, desde el punto de vista poético, un páramo desolador. Afortunadamente, como digo, la cosa ha empezado a cambiar, y de vez en cuando llega a la cartelera algún que otro trabajo, arriesgado y original, que trata de explorar esa dimensión escénica que puede y debe tener la poesía. Por ejemplo, en el mismo Teatro de La Abadía que ahora ha producido el espectáculo que nos ocupa, el año pasado se estrenó una obra de naturaleza parecida que se tituló ‘El sillón K. Cartas desde el olvido: Carmen Conde y Katherine Mansfield’.
Igual que en aquella propuesta dirigida por Paula Paz, también aquí son las cartas y las composiciones estrictamente poéticas -en esta ocasión escritas por Octavio Paz- lo que Jorge Volpi ha utilizado para construir ‘Los amores feroces’, una obra cuya dramaturgia se enriquece con algunos otros escritos del nobel mexicano de carácter ensayístico.
El tema de la función es el tema por excelencia dentro de los cuatro o cinco más universales que han tocado y tocarán siempre los poetas: el amor. Ese sentimiento amoroso está tratado en el texto de Volpi y en la puesta en escena de Rosario Ruiz Rodgers abriendo un amplio abanico que va desde la sexualidad primaria hasta la sublimación idealizada, pasando por el erotismo o por el necesario encuentro más racional.
La escenógrafa Ikerne Giménez ha ideado una apropiada y cuidada atmósfera de tonalidades y texturas que se asocian muy bien a la pasión y que se inspiran en las creaciones del artista mexicano Vicente Rojo sobre los volcanes. En ese contexto plástico, Ruiz Rodgers plantea una función muy coral con un reparto bien cohesionado en el que Leonardo Ortizgris da vida a Octavio Paz y el resto de compañeros -Lucía Quintana, Germán Torres e Isabel Pamo- se reparten los distintos personajes, relacionados con la vida y el pensamiento amoroso del nobel, que intervienen en la trama: Elena Garro, Marie-Jose Tramini, Bona Tibertelli, Adolfo Bioy Casares, André-Pieyre de Mandiargues o Francisco Toledo. Más confusos son otros personajes anónimos, genéricos, abstractos, denominados “amantes” en el texto, que no acierta uno a saber qué papel desempeñan y cuál es la relación dramatúrgica que guardan con los otros.
La obra, en resumen, se ve con mucho agrado merced al mimo y la sensibilidad con que todo ha sido tratado, pero hay una tendencia a ‘decir’ en lugar de ‘pensar’ -como si se tratara de un diálogo más o menos realista- algunos textos eminentemente líricos que cobrarían mayor vuelo y belleza si estuvieran colocados en ese vergel de afectos en el que se ubica nuestro yo interior, nuestro yo más reservado; un yo que reflexiona en soledad atravesado por sus emociones sabiendo que no se dirige, en verdad, más que a sí mismo. La poesía lírica, por eso, se ‘canta’ o se ‘piensa’ en voz alta, que viene a ser casi lo mismo; pero no se habla, no se dialoga, no se comparte de manera tan voluntaria.
- Lo mejor: El montaje es original, arriesgado y está levantado con rigor, esmero y buen gusto.
- Lo peor: La tendencia a transformar el poema lírico en una suerte de diálogo que hay en muchas propuestas de este tipo.
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