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Boxeo

El día que Smoking Joe hizo caer el monumento

Frazier y Muhammad Ali protagonizaron el 8 de marzo de 1971 el primero de los tres capítulos de su rivalidad en «el combate del siglo»

Joe Frazier, instantes después de tumbar a Muhammad Ali en el Madison
Joe Frazier, instantes después de tumbar a Muhammad Ali en el MadisonAPAgencia AP

Joseph William Frazier era pobre, feo y carecía de todo el talento boxístico que le sobraba al carismático, guapo y grácilCassius Clay, Muhammad Ali tras su conversión al Islam. Era, o sea, la némesis perfecta porque Joe, que abandonó la escuela a los trece años para comenzar a trabajar como carnicero, sólo podía oponerle al púgil con más clase de la historia una capacidad de trabajo descomunal, una dureza en el entrenamiento que le valió el mote que lo acompañó toda la vida: Smoking –luego le fue amputada «g» final– porque sus puños terminaban literalmente humeantes en las larguísimas sesiones de pegarle al saco con la fuerza de un mamut.

La historia es archisabida. La negativa de Ali a combatir en Vietnam le valió una suspensión de tres años, que Joe Frazier aprovechó para hacerse con el título de los pesos pesados, aunque en el ambiente rondase que no sería un verdadero campeón del mundo hasta que no batiese al más grande. Su regreso a los cuadriláteros, a finales de 1970, los selló con dos sencillos triunfos ante Jerry Quarry y Óscar Bonavena: ya estaba preparado para el gran desafío.

Frazier había apoyado financieramente a su adversario durante su sanción, un detallazo que no lo libró de los insultos con los que el bocazas de Kentucky lo zahirió durante las semanas previas al combate, enseguida bautizado por los medios especializados como la pelea del siglo («The Fight of the Century»). El rebelde e inconformista, que Ali era una mina para las televisiones y las revistas gráficas, no le ahorró ofensa alguna al campeón en título, al que no dudó en calificar de «tonto» ni de llamarlo «Tío Tom», el dardo más venenoso que podía lanzársele a un negro, pues evocaba al personaje de la novela de Harriet Beecher Stowe que se acomodaba, por pura cobardía, a la sociedad esclavista.

Como en los años de la Guerra de Secesión, Estados Unidos era un país dividido en dos bandos irreconciliables, pero esta vez no detrás de las banderas federal y confederada, sino entre los partidarios de dos púgiles. El acontecimiento transcendió con mucho la esfera de lo deportivo. Se enfrentaban dos mundos: un bailarín contra una apisonadora, la estética contra la ferocidad. Jerry Perenchio, el promotor, dividió en partes iguales la bolsa récord de cinco millones de dólares; la mayoría de los 20.555 espectadores que atestaban el Madison Square Garden habían pagado una fortuna en la reventa, aunque la recaudación oficial en taquilla ya era astronómica: 1,5 millones. Trescientos millones de televidentes de cincuenta países, España entre ellos, vieron en directo la pelea.

El novelista Norman Mailer escribió la crónica para la revista «Life» y Frank Sinatra, con una Leika a pie de ring, cubrió la pelea como fotógrafo. Así presentaba el doble ganador del Pulitzer a los púgiles: «Un boxeador había inventado la psicología del cuerpo y el otro era una máquina de guerra; se trata del aguijón contra el martillo». Y esta vez, contra todo pronóstico, ganó la fuerza bruta a pesar del dominio de Ali en los tres primeros asaltos, hasta que un tremebundo gancho de izquierda hizo que se tambaleara.

Con ese golpe comenzó Frazier a dominar la pelea y poner en peligro el reino de un contrincante invicto en 31 combates, en los que jamás había recibido siquiera una cuenta de protección. Hasta el undécimo round, reinó cierto tipo de equilibrio: el campeón pegaba más, pero el aspirante aún danzaba y lanzaba sus fulgurantes directos. Entonces, el monumento fue al suelo. Joe combinó un gancho en la cabeza con una izquierda en las costillas de Cassius, que expiró, dobló la rodilla y evitó rodar por la lona apoyándose con los puños. Arthur Mercante, el árbitro de ring, no lo consideró un «knock down», pero las cartulinas de sus compañeros tomaron en ese momento partido definitivo: al terminar el decimoquinto asalto, Frazier ganó por decisión unánime.

Hubo otras dos peleas entre ellos, que darían para varias novelas cada una.