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La maldición es NO estar en cuartos

De los ocho últimos aspirantes al título en torneos así, se puede decir casi de todo... excepto que han fracasado

Luis Enrique, junto a Hierro, con la nariz rota tras el codazo de Tassotti en el Mundial de 1994
Luis Enrique, junto a Hierro, con la nariz rota tras el codazo de Tassotti en el Mundial de 1994larazon

Entre la final continental perdida en París (1984) y la ganada en Viena (2008), España jugó nueve grandes torneos internacionales. Sólo faltó a la Eurocopa de 1992. En seis de esas competiciones, se quedó en las puertas de la semifinal y así se popularizó la expresión «la maldición de cuartos», que era (es) desafortunada por dos motivos: menosprecia el mérito que encierra estar entre los ocho candidatos finales al título y connota la incidencia de algún factor extradeportivo o paranormal en las derrotas recurrentes en la antepenúltima ronda. Los penaltis fallados en tandas por Eloy, Nadal y Joaquín, la inepcia de nuestros porteros en la suerte de los once metros, esa pena máxima que Raúl mandó a las nubes e impidió la prórroga en Brujas o la parcialidad de Sandor Puhl y la mala puntería de Julio Salinas en Boston alimentaron una leyenda que no tenía nada de mágica. Justo en ese punto está ahora España. Otra vez.

«Llegaron los sarracenos y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos». Con este epigrama se burlaba el pueblo del afán de los clérigos por sobredimensionar la intercesión divina en las batallas, como si el enemigo no se encomendase también a sus preces y devociones. La «maldición de cuartos» acabó un buen día contra Italia, histórica bestia negra, al cabo de unos penaltis en los que España no se puso en manos de la superchería, sino en las de Iker Casillas, y en los pies de una generación de peloteros que triunfaba en Real Madrid, Barcelona (versiones poderosas, no lo de ahora) y en los mejores clubes de la Premier. A Rusia, por ejemplo, fuimos con el delantero del Celta, Iago Aspas, que es un jugador estupendo, vale, y un tío para llevárselo a vivir a casa… Pero, ¿cuántos Mundiales ha ganado un delantero del Celta?

Lo que vino en el cuatrienio siguiente forma parte de la Historia, con mayúscula, y lo que ha llegado desde entonces han sido tres torneos en los que España –avejentados los héroes y sin relevo a la vista– ha contemplado los cuartos de final como equipo ya eliminado. Esta Eurocopa ha cambiado la tendencia al término de un loco partido antier en Copenhague, donde la víctima ya no fue la patética Eslovaquia sino una Croacia que, todo lo agotada que se quiera, vendió su piel como sólo lo hacen los equipos con poso ganador. Los subcampeones del mundo, por ejemplo. La pregunta es, ¿dispone la selección nacional de esos futbolistas (y entrenador) especiales que permiten competir por las más altas cotas?

Christophe Lemaitre y Filippo Tortu son dos velocistas excepcionales, los primeros atletas blancos en romper la barrera de los diez segundos en los cien metros. El francés se coló en el último podio olímpico de 200 y el italiano quiere correr la final del hectómetro en Tokio. Imaginemos ahora un equipo de 4x100 compuesto íntegramente por corredores de raza, como dicen en Estados Unidos, caucasiana. ¿Alguien les daría mucha chance frente a yanquis, jamaicanos o británicos de sangre caribeña? En el deporte conviene tanto huir de los apriorismos como tener la capacidad para analizar por qué están instalados en el pensamiento colectivo.

La respuesta más equilibrada, más allá de esas filias y fobias que con tanta saña cultivamos en esta bendita tierra, es que tal vez figuren en este elenco algunos chicos que serán dentro de poco muy, muy, muy buenos. Ahora mismo, no, lo que nos lleva a evocar las peripecias de Dinamarca en 1992 y de Grecia en 2004, dos campeonas de Europa que sorprendieron al continente con un título para el que no estaban llamados ni en el más patriótico de los pronósticos. La cuestión es lo suficientemente infrecuente como para que quedase recogida en los anales, como aquella final de 1976 que Checoslovaquia le sopló a la imponente Alemania de Beckenbauer y Sepp Maier en el Pequeño Maracaná de Belgrado, sepultada por el chispazo genial de Panenka en el último penalti, pero que fue, más allá de esa maravillosa anécdota, una alhaja futbolística. El argumento vale lo mismo para Suiza, que es más respetable por hallarse en uno de esos trances mágicos que por sus nombres e historia. Los favoritos juegan el viernes en Múnich, seguramente, pero hay otros seis equipos, sólo seis, que pueden ser campeones. Malditos sean todos los demás.