Opinión
El fútbol africano o cuando el futuro es más engañifa que esperanza
Desde el Mundial de España se anuncia la eclosión de un fútbol africano que sólo es competitivo en la medida en que recluta futbolistas o técnicos extranjeros
Anciano, asqueado y, sobre todo, perseguido por los nazis, Stefan Zweig fue a morir a Brasil. Literalmente, porque se suicidó allí junto a su esposa. Una de sus últimas obras fue «El país del futuro», venturoso pronóstico sobre su nación de acogida que Getulio Vargas, presidente por esos años y el político brasileño más influyente de la historia, se encargó de versionar con amargura: “Brasil es el país del futuro… y siempre lo será”. Hace cuarenta años exactos que los (autoproclamados) especialistas en fútbol internacional anunciaron la irrupción del fútbol africano, el fútbol del futuro… que lo seguirá siendo en los próximos cuatro decenios.
En el Mundial de España, enamoró la Argelia eliminada en el «Contubernio de Gijón» y el Camerún de Nkono y Mbida se quedó en la primera ronda del grupo de Galicia, con los mismos tres empates que la Italia que se proclamó campeona. Roger Milla era ya uno de sus futbolistas más importantes y sería la estrella, casi cuarentón, ocho años más tarde en el primer acceso a cuartos en un Mundial de una selección africana, con un técnico soviético a los mandos, Valery Nepomnyashchy, y cuando él mismo o compañeros como Songo’o, Makanaki u Oman-Biyik ya estaban aguerridos en las ligas europeas. ¿Desde entonces? Senegal se coló en los cuartos hace veinte años en Corea, Senegal en Suráfrica 2010 y sanseacabó.
Inglaterra despachó en los octavos a los senegaleses sin esfuerzo, casi con displicencia, y España debería terminar con la representación africana en el Mundial, aunque el respeto que suscita esta selección de Marruecos –será un incomodísimo yunque para el nada contundente martillo del tiki-taka– no responda exactamente a su africanidad, sino todo lo contrario. Porque si debemos recelar del partido es por medirse la tropa de Luis Enrique a un rival europeizado, con un entrenador francés, aunque de raíces marroquíes, y una docena de jugadores de la diáspora migrante magrebí nacidos o, lo que es más importante, formados en España (3), Países Bajos (4), la propia Francia (2), Bélgica (4) e incluso Italia, cuna del delantero Walid Cheddira.
Gianni Infantino, la personificación de la demagogia en este desventurado otoño, regañó a las potencias europeas por su pasado colonialista. Puede que tenga razón en algún punto, pero no desde luego en lo que al fútbol atañe, pues federaciones como la francesa llevan muchísimo tiempo padeciendo la fuga de un talento en cuya detección y acompañamiento a la élite han invertido recursos ingentes: 38 futbolistas nacidos en Francia y formados en clubes galos, algunos internacionales en categoría inferiores con los «Bleus», han participado en Qatar bajo otra bandera, casi todos repartidos en selecciones africanas. ¿No es esto un expolio en toda regla? ¿No le vendría bien a Didier Deschamps poder contar con estrellas como el «argelino» Mahrez o el «gabonés» Aubameyang? Si Ghana o Túnez se imponen en las clasificatorias de África es, no nos engañemos, por los muchos futbolistas nacidos en la antigua metrópoli que son capaces de reclutar, igual que la selección de Guinea Ecuatorial existe desde que su federación decidió convocar a cuanto español con raíces en el país estaba dispuesto a ponerse su camiseta.
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