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El legado eterno de Manolo Santana: adiós a un mito del deporte español

Ha fallecido en Marbella con 83 años. Fue el primer tenista de nuestro país que ganó un Grand Slam: en 1961 conquistó Roland Garros. Luego llegarían Wimbledon y el US Open

España, no sólo el deporte, ha perdido a uno de sus mitos. Manolo Santana (10-5-1938, Madrid; 11-12-2021, Marbella), que padecía Parkinson hace años, ha fallecido con 83 años dejando un legado imborrable en el tenis y en el deporte español. Él ganó los primeros Grand Slams (Roland Garros, Wimbledon y el Abierto de Estados Unidos); él, su talento y su raqueta de madera llevaron a España a las primeras finales de la Copa Davis; él logró que uno de los grandes torneos del circuito se instalara en Madrid; él transmitió un espíritu y un saber vivir que eran la envidia de todo el circuito. Y, sobre todo, él fue un pionero. Cuando apenas cuatro raros sabían coger la raqueta en España, un joven madrileño de familia humilde llegó al tenis casi por casualidad y se convirtió en leyenda. Como lo fueron Severiano Ballesteros, Ángel Nieto, Joaquín Blume o Paquito Fernández-Ochoa. El deporte español se queda definitivamente huérfano.

Santana nació en plena Guerra Civil con todo lo que significa de verdad eso: su padre Braulio encarcelado y muerto poco después de ser liberado y una madre que tuvo que sacar adelante a cuatro hijos. Un buen día a su hermano, también Braulio, que era recogepelotas en el Club de Tenis Velázquez de Madrid, se le olvidó llevar la merienda. Allí que apareció Manolín y allí empezó todo. «Mi hermano un día se puso malo y le sustituí porque me lo dijo mi madre –había que llevar dinero a casa–. Con una madera arrancada del respaldo de una silla fabriqué una especie de pala con la que iba al frontón a dar pelotazos», relataba Santana. No había otro modo de empezar en el tenis, un deporte muy alejado de su nivel económico. Como aquel joven flaco y de aspecto endeble apuntaba maneras encontró el respaldo de la familia Romero-Girón, socios del club. Estudió y comenzó a entrenar con regularidad y con 20 años, en 1958, se proclamó campeón de España.

Si los jugadores de hoy en día están todos «cortados por el mismo patrón», como dice su buen amigo Feliciano López, Santana ya entonces era diferente. Fue disimulando la fragilidad física, pero lo que nunca pudo esconder fue un talento desbordante. En un juego en el que mandaban los estadounidenses y los australianos de pronto apareció un español. En 1961 ganó Roland Garros, el primer Grand Slam para el tenis nacional. Repitió en 1964 en la tierra de París, pero no se quedó ahí. Dos años después reinó en Wimbledon. En la hierba de Londres ratificó la victoria que había logrado en el Abierto de Estados Unidos en 1965 sobre el pasto de Forrest Hills. Llevó a España a disputar en dos ocasiones el título de la Davis y en ambas se quedó a las puertas de la Ensaladera.

Con Santana, España descubrió que uno de los suyos podía ser el mejor del mundo en algo. El país se agarró a ese tenista en el que veía que todo era posible, que si uno se empeñaba, si encontraba su destino, se podía ganar. Él se describe en su biografía como un tipo con suerte. Al nacer, contaba, paseando con su padre, un obús de la Guerra Civil cayó a su lado, pero salieron ilesos. Eso que se lo contaron, de lo que no podía tener conciencia, marcó su vida.

Santana, además, se convirtió en icono social, un personaje del deporte, pero también de la vida de los famosos, una institución en Marbella. No pudo evitar salir en la prensa rosa porque era tan conocido que su interés superaba cualquier límite. Incluso cuando tuvo que jugar un partido de exhibición delante de Franco y este le reconoció que en la guerra y en la no menos dura posguerra se cometieron errores. Santana se va dejando un legado imborrable.