EE UU

Cierre gubernamental en EE UU: mucho ruido, poco impacto

La solución para reactivar la maquinaria pública no es aumentar el gasto, sino reducir el Estado, fomentar la competencia y sanear las cuentas públicas

Donald Trump, presidente de los Estados Unidos
Donald Trump, presidente de los Estados UnidosMehmet EseDPA vía Europa Press

Desde el 1 de octubre, Estados Unidos opera bajo un cierre parcial de su Administración federal. A 7 de octubre, el panorama es el previsible: pugna partidista, servicios no esenciales cerrados y esenciales funcionando a medio gas. Conviene recordar el marco institucional: el año fiscal arranca el 1 de octubre y concluye el 30 de septiembre; para financiar la parte discrecional del gasto deben aprobarse anualmente las leyes de apropiaciones y, en el Senado, superar el umbral de 60 votos. Sin ese acuerdo sobreviene el parón.

¿Qué implica eso para el ciudadano? Agencias de estadística y museos permanecen cerrados; parte de la investigación médica se suspende; y otros servicios —como el transporte aéreo, los tribunales o el servicio postal— continúan, pero muchos de sus empleados trabajan sin cobrar hasta que lleguen los fondos. No es deseable, pero sí revelador: buena parte de la maquinaria pública puede detenerse sin que el país se hunda.

Las consecuencias macroeconómicas, además, tienden a ser acotadas si el cierre no se prolonga. El precedente más cercano —del 22 de diciembre de 2018 al 25 de enero de 2019— fue analizado por la Congressional Budget Office: se retrasaron unos 18.000 millones de dólares de gasto, lo que restó 0,1 puntos al PIB del cuarto trimestre de 2018 y 0,2 al primero de 2019. En cuanto se reanudó la actividad, ese bache se recuperó casi por completo; la pérdida neta estimada fue del 0,02% del PIB. Mucho estruendo político para tan poco efecto.

La negociación actual replica el patrón: una parte condiciona su apoyo a ampliar subsidios y programas sociales; la otra se niega a engordar un Estado ya obeso y un déficit ya excesivo. Ojalá prevalezca la segunda posición. No porque un cierre indefinido sea deseable —no lo es si compromete funciones básicas—, sino porque no deberíamos aceptar más gasto como peaje para reabrir aquello que ni siquiera debería depender del monopolio estatal.

La lección liberal-libertaria es nítida. Si, cuando el Estado se apaga, la vida continúa con molestias tolerables y con alternativas privadas capaces de cubrir huecos, quizá el problema no sea el cierre, sino la dimensión del Estado. La solución duradera no es reactivar la máquina a cambio de más gasto, sino reducirla, abrirla a la competencia y sanear las cuentas públicas. Si el 1 de octubre nos recordó algo, es precisamente eso.