Opinión

Usura y beneficio

Ley de 23 de julio de 1908 sobre nulidad de los contratos de préstamos usurarios

Artículo 1.º

Será nulo todo contrato de préstamo en que se estipule un interés notablemente superior al normal del dinero y manifiestamente desproporcionado con las circunstancias del caso o en condiciones tales que resulte aquél leonino, habiendo motivos para estimar que ha sido aceptado por el prestatario a causa de su situación angustiosa, de su inexperiencia o de lo limitado de sus facultades mentales.

Economía.- Las medidas adoptadas en 2022 redujeron el IPC 2,3 puntos y elevaron el PIB 1,1 punto, según Banco de España
Economía.- Las medidas adoptadas en 2022 redujeron el IPC 2,3 puntos y elevaron el PIB 1,1 punto, según Banco de EspañaEuropa Press

A poco que se relean algunas noticias y algunos artículos de los medios de comunicación es fácil constatar el clamor ciudadano antes dos realidades cotidianas: las altas tasas de los intereses que las entidades financieras cobran por los préstamos que realizan y los altos porcentajes de ganancia que las propias grandes empresas proclaman al final de sus respectivos ejercicios económicos.

En el primero de los casos, el de los tipos de interés, los tribunales vienen intentando fijar una línea roja entre lo que puede ser un “interés normal” y lo que puede entrañar un “interés usurario”. Al alcance de la mano (bases de datos del CGPJ) está la jurisprudencia del Tribunal Supremo que en casos tales como los de las llamadas “tarjetas revolving”, ha llegado a fijar en un 22% esa línea roja que separa la “normalidad” de la usura. No obstante, se puede considerar que es todavía muy amplia la horquilla que va desde el 3% aproximado en que está el precio oficial del dinero y ese 22% que se puede exigir a un ciudadano. Y no cabe duda de que todavía es posible trabajar en ese terreno para ajustar aún más el pago de lo debido a fin de que ni el ciudadano se sienta asfixiado por sus deudas ni las entidades financieras dejen de obtener un beneficio legítimo.

En el segundo de los casos, la pregunta que cabe hacerse es ¿debe permitirse que sea ilimitado el beneficio que las empresas pueden obtener en el desarrollo de sus negocios? O dicho de otro modo, ¿el beneficio que puedan obtener las empresas debe revertir únicamente en favor de sus propietarios o accionistas? ¿Sería posible imponer un límite o tope a los beneficios de las empresas al igual que se limita o topa el precio de algunas materias primas indispensables para el desarrollo de la vida humana? Se comprende que los técnicos y expertos en economía se puedan echar las manos a la cabeza ante la mera sugerencia de estos interrogantes porque las respuestas puede que sean más complicadas de lo que a primera vista pueda parecer. Son muchas las teorías económicas y las propuestas políticas que han ido apareciendo en los últimos siglos y no se puede decir que alguna de ellas haya dado con la solución de los problemas económicos que recurrentemente van surgiendo en el contexto mundial y particular.

Es difícil negar que el fenómeno de la desigualdad se ha asentado de una manera permanente y lacerante en la sociedad mundial. Aunque pueda parecer demagógico afirmarlo, lo cierto es las estadísticas constatan que los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, o dicho de otro modo, un sector de la sociedad que prospera y otro que se estanca. Pero aún sin llegar a estas apreciaciones que a algunos pueden parecer exageradas es ineludible admitir que, en el ámbito mismo de los países desarrollados, mucha gente que tiene trabajo y salario tiene dificultades para llegar a fin de mes atendiendo a los gastos indispensables de vivienda, alimento, salud, ocio, etc…Algunos llegan a afirmar que, aunque tienen trabajo, se sienten pobres. Lo que está generando la pregunta de si no es posible acortar las diferencias entre los beneficios empresariales y los salarios laborales. Desde un punto de vista económico, e incluso jurídico, es normal admitir que el empresario tiene derecho a actuar con ánimo de lucro, de la misma manera que el trabajador aspira legítimamente a que su trabajo sea digno de remuneración. Sin empresa no hay trabajo, pero sin trabajador tampoco habría desarrollo económico ni lucro. No se trata, entonces, de cambiar los conceptos. No hay por qué suprimir la realidad del legítimo ánimo de lucro o el deseo de cobrar más por el trabajo. La cuestión está en cómo se debe ponderar y valorar cada una de esas realidades.

En el fondo, muy en el fondo, late la preocupación por el respeto a la dignidad humana. Todos los seres humanos que habitamos este planeta somos acreedores del mismo respeto a nuestra dignidad personal. En esa raíz íntima de nuestro ser todos comulgamos de la misma naturaleza. Y como habitantes sobrevenidos a este planeta sus recursos tendrían que estar al alcance de todos. Es cierto que luego vendrá la consideración de cómo ha llegado a hacerse tan compleja nuestra sociedad, cómo han ido evolucionando de forma diferente los distintos pueblos, cómo el desarrollo económico, político y social no ha sido el mismo en todos los continentes, ni el nivel intelectual, técnico y ético ha sido el mismo. Pero el que, por la complejidad social, se haya hecho más difícil la atención individualizada a cada persona no debe implicar que se abandone el esfuerzo y el interés por construir una convivencia particular y global cada vez más justa y solidaria. Un esfuerzo al que están obligados no solo los individuos en particular, sino también la sociedad y sus estructuras, así como el propio Estado.

Sin desdeñar ni minusvalorar la actitud filantrópica de algunas grandes fortunas que, a través de sus fundaciones o sus donaciones, tratan tal vez no sólo de aquietar sus conciencias sino también de paliar las necesidades de investigación, de apoyo o de atención, que son endémicas en nuestras sociedades, creo que es necesario saltar de la época de la “limosna” o del altruismo a la época de la “vida digna” para todos. Es una indignidad que unos no tengan apenas posibilidades para vivir ellos y sus familias, pero también es una indignidad que otros disfruten de unos beneficios que van mucho más allá de sus necesidades y que se han apoyado en gran parte en el trabajo de los menos pudientes. La igual dignidad de los seres humanos exige la construcción de una “franja de convivencia leal” en la que nadie se pueda sentir despreciado ni minusvalorado ni mucho menos excluido. Que en los más humildes no se llegue a generar un sentimiento de desprecio hacia los que viven holgadamente, ni los más afortunados dejen en el olvido y en la desconsideración a los más humildes hasta el punto de no favorecerles una vida digna.

Esa “franja de convivencia leal” que tal vez algunos puedan asimilar a una “clase media” no tiene por qué fundarse en una determinada creencia o en una determinada actitud religiosa (v.gr. la caridad cristiana). Debe ser una exigencia que emane de la propia dignidad humana, que es el pilar sobre el que está edificado el Derecho. Se trata de encuadrar esa exigencia en el marco de los derechos de las personas, de las personas que viven en una sociedad regida en gran parte por las normas que los propios ciudadanos se han dado a sí mismos, tanto si son normas territoriales como si se trata de convenios internacionales o universales. Normas que, por su generalidad, están o tienen que estar dirigidas a todos y deben ser respetadas y cumplidas por todos.

Como muestra de que esta reflexión no se mueve en el terreno de lo abstracto o de lo utópico o de lo demagógico, me referiré a dos conceptos que han cristalizado fuertemente en nuestro Derecho, como son el “lucro cesante” y el “enriquecimiento injusto”. El Derecho -ya desde antiguo- admite y protege el lucro, no cabe duda. Pero también proscribe y rechaza el enriquecimiento injusto. Son como los dos focos de la elipse en cuya línea de tensión tiene que desarrollarse esa convivencia pacífica y justa a la que todos aspiramos.

En no pocas ocasiones, frente a realidades del todo indeseables (violencia sobre menores y sobre mujeres, violencia sobre colectivos discriminados, violencia contra animales y contra el medio ambiente…etc.) se suele hablar de “tolerancia cero”, como indicando que hay determinados umbrales que no pueden ser sobrepasados. Por eso, como los cambios en la humanidad, se producen en intervalos largos, sin perjuicio de admitir que llegar a lo perfecto o a lo óptimo llevará mucho tiempo, lo que sí se puede exigir es que esos umbrales de “lo menos” y de “lo más”, de la “pobreza” y de la “riqueza” se vayan elevando y reduciendo, respectivamente, para que la horquilla de la desigualdad deje de ampliarse. Tolerancia cero para con los salarios indignos (que no permiten una vida personal y familiar acorde con la dignidad humana) y tolerancia cero para con los beneficios abusivos (que degradan la dignidad de quienes los persiguen desaforadamente en un contexto mundial de desigualdad). Que esto sea posible o no, lo tiene que decidir la propia ciudadanía. Si el problema está en la humanidad, en la humanidad está también la solución.