Editorial

Lula o cómo gobernar contra medio país

Un Congreso dominado por la oposición, que dada la polarización demostrada en la cruda campaña electoral, no le va a poner las cosas fáciles a un nuevo presidente que, además, ha tenido que firmar compromisos de legislatura con los diez partidos políticos radicales que le han prestado su respaldo

La apretada victoria de Luiz Inacio Lula da Silva sobre Jair Bolsonaro ha sido saludada por la izquierda internacional, especialmente la Iberoamericana, como una suerte de «restauración democrática», reflejo, sin duda, de una concepción patrimonialista del espacio político. Pero lo que han explicado las urnas es la grave polarización social que atenaza al gigante suramericano y que no puede despacharse con la simple negación de la legitimidad democrática de los casi 59 millones de brasileños que votaron por la candidatura del derrotado Bolsonaro.

Ciertamente, populismo por populismo, tranquiliza más al concierto internacional que haya vencido un veterano izquierdista, con experiencia larga de gobierno y que no sólo fue el artífice de la apertura del mercado brasileño a las inversiones extranjeras con la abolición de las restricciones financieras, sino que potenció la presencia de Brasil en los principales foros internacionales. Pero, dicho esto, no es posible obviar que el modelo político y económico que representa Lula da Silva va a chocar inevitablemente con las consecuencias de una crisis mundial que el otro populismo, el de Bolsonaro, había tratado de resolver mediante programas de reducción de impuestos y subsidios a los combustibles, que difícilmente pueden sostenerse en el tiempo.

Para entender el problema presupuestario que afronta el nuevo presidente, baste recordar que más de 20 millones de brasileños en el umbral de la pobreza reciben un ingreso mínimo vital de 114 euros mensuales, el llamado «Auxilio Brasil» por Bolsonaro, que es preciso financiar, con un déficit del PIB próximo al cien por cien. Y todo ello, con un Congreso dominado por la oposición, que dada la polarización demostrada en la cruda campaña electoral no le va a poner las cosas fáciles a un nuevo presidente que, además, ha tenido que firmar compromisos de legislatura con los diez partidos políticos radicales que le han prestado su respaldo.

En cualquier caso, Lula parte con una ventaja de la que no hubiera gozado su contrincante, porque es de esperar que se produzca una menor agitación política y social en las calles, al menos, mientras mantenga las ayudas económicas a los sectores más conflictivos, como el Transporte. Pero, de todos los grandes desafíos a los que se enfrenta el nuevo presidente, el más urgente es el de reducir la tensión interna y la polarización que vive Brasil, con señales alarmantes, como el crecimiento en un 400 por cien de la compra de armas por parte de los ciudadanos del común. Con el problema añadido de que no puede esperar un periodo de gracia quien ya ha gobernado largamente y sabe que es detestado por medio país. De ahí, que lo peor que puede hacer Lula da Silva es gobernar como si el adversario hubiera dejado de existir y ya no contara. Porque, hay que insistir en ello, 59 millones de brasileños no le quieren.