
Editorial
El gran pacto de la reconciliación
Una transición que ni fue fácil ni estuvo exenta de la acción homicida de quienes pretendían la descomposición de la nación española, el retorno a la tiranía o la implantación de un sistema de dictadura marxista

Dos políticos en posiciones opuestas del arco ideológico, como el expresidente Felipe González y la presidenta de la comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso, han coincidido a la hora de reivindicar el papel que las nuevas generaciones de españoles, las que llegaron a la edad adulta cuando ya estaba vigente la Constitución y el régimen de libertades era un hecho, deben asumir en la preservación de la democracia española, de una conquista que les vino dada, pero por la que hay que luchar continuamente sin dar por sentado que la libertad no exige precio ni esfuerzo, sino todo lo contrario. Son los jóvenes de este país, precisamente, los que está obligados a reconocerse como hijos de la democracia y no como nietos de una guerra civil que sólo permanece en el imaginario de quienes buscan en el enfrentamiento y la división entre los españoles unos réditos políticos que no obtendrían de otra forma. Ideologías, en suma, periclitadas que rebuscan en los rencores de la historia una razón para sobrevivir en un mundo que hace tiempo les dio la espalda. Por ello, hoy, aniversario de la Constitución, conviene reafirmarnos en lo que supuso el gran pacto de la reconciliación, que abrió el camino a una de las mejores épocas de nuestra historia como Nación y que sigue siendo documento vivo que garantiza la convivencia en paz y libertad de los españoles. Han transcurrido 47 años desde la entrada en vigor de la Carta Magna, tiempo que, ley de vida, ha visto desaparecer paulatina e inexorablemente a las generaciones de la Transición y, con ellas, la memoria viva de la extraordinaria aventura que supuso el paso desde una dictadura asentada de cuatro décadas a una democracia plena y ejemplar. Una transición que ni fue fácil ni estuvo exenta de la acción homicida de quienes pretendían la descomposición de la nación española, el retorno a la tiranía o la implantación de un sistema de dictadura marxista. Contra esos embates, que, como el terrorismo vasco, se prolongaron en el tiempo, luchó la sociedad española sin más armas que el ordenamiento jurídico de un país libre y el respeto a la Justicia en un sistema democrático, pero, también, desde el convencimiento general de que no había mejor salida ni cabía esperar mejor futuro que el de una ciudadanía unida en un objetivo común y bajo el paraguas protector de la Constitución. Ciertamente, esa misma sociedad se enfrenta en estos momentos a una tensión política, en buena parte creada artificialmente, que puede sembrar graves dudas sobre la viabilidad de la Carta Magna y el modelo de democracia, pero caer en la fatalidad y en el espejismo del populismo y la demagogia sería un error que los españoles, esencialmente las nuevas generaciones, no se pueden permitir. De ahí, que cualquier retroceso en la convivencia y en nuestro sistema de libertades debe ser denunciado sin paliativos ni contemplaciones, desde la convicción de que la democracia no se sostiene sola.
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